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Es para mí un gran honor participar en este ciclo de conferencias que lleva por título “'Ética y Futuro de la Democracia".
Por ello, quiero que mis primeras palabras sean para expresar mi agradecimiento a los organizadores por su invitación y mi felicitación por la iniciativa de celebrar este ciclo de conferencias.
Con la Universidad CEU también tengo una deuda de gratitud. Tuve el honor de ser investido doctor honoris causa por la Universidad CEU Cardenal Herrera Oria, en Valencia, y nunca podré devolverle a esta Universidad, de la que ya formo parte, su generosidad conmigo.
Señoras y señores,
Hoy me gustaría compartir con todos ustedes algunas ideas en torno a las bases éticas de la democracia en Occidente.
Estas reflexiones las realizo desde la perspectiva de quien cuenta con una larga experiencia en la vida política, pero que se retiró voluntariamente de la primera línea de acción política, y que dedica buena parte de su tiempo a la reflexión sobre cuestiones públicas de alcance y trascendencia.
Comenzaré por aclarar que Occidente no es, para mí, una expresión geográfica. Occidente representa una identidad, una cultura y un modelo de sociedad encarnado en un conjunto de valores, principios y virtudes.
Valores, principios y virtudes que nacieron en un determinado espacio geográfico, el europeo, pero que tienen, sin embargo, pienso, una vigencia universal.
Esos valores y principios occidentales, que en mi opinión dan contenido a lo que yo entiendo por civilización, derivan de una determinada concepción de la persona como ser libre y responsable, titular de derechos fundamentales y de una dignidad previos a lo político.
Porque hay elementos de la sociedad que son prepolíticos, y la mayoría de los que sustentan a las sociedades occidentales, sin duda, lo son.
De esa concepción de la persona se infieren una serie de principios esenciales, como el derecho a la vida, la igualdad entre hombres y mujeres y la responsabilidad individual.
Otra consecuencia de esta concepción de la persona es que el poder político debe tener precisamente como tarea principal garantizar a todas las personas esos derechos fundamentales y como límite infranqueable de su actuación el respeto a la dignidad de cada ser humano.
Todo esto es conocido. Pero hoy conviene recordarlo. Hoy, más que nunca. Sobre todo, en nuestro país, en España.
Queridos amigos,
Por esa razón, porque vivimos tiempos de confusión en los que se corre el riesgo de perder el buen sentido de las cosas, en los próximos minutos pretendo exponer algunos conceptos sencillos y claros, razonamientos simples y transparentes.
Porque aunque a algunos les cueste comprenderlo, las cosas tienen buenos sentidos y tienen malos sentidos, y conviene distinguirlos.
Actualmente, en España, buena parte de la confusión que parece adueñarse de nuestro debate político en materias fundamentales no proviene de lo que las cosas son en sí mismas, sino de lo que algunos se permiten hacer con ellas.
No sólo vivimos tiempos de confusión, sino que se trata en buena medida de una confusión inducida, incorporada artificialmente con la pretensión de arrastrar a la opinión pública hasta posiciones que no son suyas, pero que pueden llegar a parecerlo si no hacemos nada para evitarlo.
Queridos amigos:
Quiero comenzar con una afirmación sencilla acerca del poder político. El poder puede ser contemplado desde dos puntos de vista muy distintos. Lo que uno hace en el mundo de la política –también lo que hace en la política práctica- suele depender de cuál de esos dos puntos de vista adopte porque se trata de una toma de postura fundamental.
Esos dos puntos de vista sobre el poder pueden definirse del siguiente modo.
La primera forma de entender el poder político considera que lo más valioso de la vida humana es previo al poder; por tanto, la existencia y la forma del poder político se justifican por ser éste un instrumento destinado a proteger algo que lo antecede en dignidad y que lo sobrepasa en valor.
Por el contrario, la segunda forma de entender el poder político estima que lo más valioso de la vida humana es posterior al poder político, porque es el poder el que mediante sus actos logra otorgar valor a una vida que sin él carecería de valía. Por tanto, en este segundo caso, el poder no se justifica por ser un instrumento destinado a proteger algo que lo antecede y lo sobrepasa en valor, sino exactamente por lo contrario.
El primer punto de vista considera el poder como un instrumento al servicio de la vida humana; el segundo, instrumentaliza la vida humana y la pone al servicio del poder.
Esto último puede hacerse invocando los más elevados ideales, pero eso no es una disculpa de nada. Da igual que se trate de alumbrar el hombre nuevo, el tiempo nuevo, el mundo nuevo o cualquier otra novedad pretendidamente “histórica”: la dictadura del proletariado o la sociedad sin clases; la revolución cultural o la gran Alemania; el socialismo del Siglo XXI o el del siglo XIX, la raza superior o cualquier otro delirio totalitario.
En todos ellos lo que se produce es el sacrificio de la personas reales, de su dignidad y de sus derechos, de su libertad y de su pura condición humana. Y lo que es peor, ese sacrificio se produce deliberadamente.
Seguramente, pocas citas expresan con mayor claridad la conversión de la vida humana en algo que se pone al servicio del poder como aquella con la que Rousseau censuró a los pensadores liberales que lo antecedieron, según indicó en su Contrato Social.
A su juicio, el poder exige de las personas nada menos que “la enajenación total” de todos sus derechos a favor de toda la comunidad representada en la Asamblea.
Lo que significaba, en realidad, que la Asamblea se transformaba en un nuevo tirano, aunque su nombre fuera ahora el de “mayoría social”.
Esa disolución de la persona en la fragua de la Historia que debía forjar el nuevo becerro de oro, condujo poco después al Terror revolucionario francés, y está también en el origen de otra de las más brutales sentencias de la historia de las ideas políticas, esa en la que Robespierre afirmaba que al buen ciudadano el poder le debe todo, pero al mal ciudadano no le debe sino la muerte.
Esa distinción entre buenos y malos ciudadanos, amigos y enemigos del pueblo, amigos o enemigos de la revolución, amigos o enemigos de la patria ha dejado su sangriento testimonio a lo largo de la Historia demasiadas veces.
Frente a esta concepción totalitaria del poder, la concepción liberal considera que el centro de la vida social han de ser las personas, y que el poder puede y debe ser medido, ponderado, juzgado e incluso condenado por su capacidad para facilitar la vida de las personas o por cometer actos destinados a dificultarla.
El poder tiene límites. Porque es sólo es un instrumento al servicio de algo más importante que él mismo. Y por lo tanto, existe un criterio externo al propio poder que permite evaluar su rendimiento social y corregir sus desviaciones, sus excesos o sus defectos.
La pugna entre estas dos concepciones del poder se inició en la práctica con las revoluciones liberales de principios del siglo XIX, y desde entonces ha recorrido la Historia occidental hasta nuestros días.
La dimensión política democrática de la concepción personal de la vida humana, que se encuentra en el origen mismo de la idea de la nación como comunidad de ciudadanos libres en la ley e iguales ante ella –y que es incomprensible sin el legado cívico del cristianismo-, irrumpió en el escenario político al tiempo que el Antiguo Régimen agotaba sus días.
Pero desde entonces esa buena concepción del poder se ha encontrado sometida a desafíos terribles que con frecuencia han conducido a su eclipse e incluso a su derrota: el fascismo, el comunismo, el nacionalismo identitario y tantos otros errores de la política han ganado la partida demasiadas veces, y para muchas de sus víctimas, la ganaron definitivamente.
La derrota final de los totalitarismos no impide que consideremos que sus estragos fueron irreparables. Decenas de millones de muertos en el siglo XX lo atestiguan.
Aun hoy, esos desafíos permanecen activos y nadie cuyo modo de vida necesite de la libertad debería permanecer ajeno a este hecho.
El terrorismo, particularmente, constituye una execrable forma de totalitarismo que los españoles conocemos muy bien, y quiero felicitar públicamente al CEU por su impagable tarea a favor de todas las víctimas del terrorismo.
Queridos amigos,
La concepción totalitaria del poder hace imposible la ética pública y por ello las bases éticas de la democracia deben ser preservadas no sólo de los totalitarios en ejercicio, sino también de los totalitarios en potencia.
Esto es así, porque la ética es una actividad que se fundamenta en dos premisas que el totalitarismo desprecia. La primera es que hay “prójimos”, es decir personas cuya presencia nos consta y en las que apreciamos una naturaleza esencialmente igual a la nuestra.
No se trata de personas lejanas, no se trata de cultivar un cosmopolitismo vacío e inútil, sino de tomar nota de aquellos que se encuentran lo bastante cerca de nosotros como para que nuestros actos realmente puedan afectar a sus vidas por acción o por omisión
La segunda premisa es que tenemos capacidad para deliberar y para decidir inteligentemente cómo debemos obrar ante el hecho de que hay otros que son esencialmente como nosotros y sobre los que nuestros actos pueden producir efectos.
Sin otros como nosotros, la ética no tiene sentido; sin libertad para elegir, tampoco lo tiene.
Queridos amigos:
Nada más lejos de mi intención que proponer aquí una ética concreta, ni mucho menos una lista de las cosas que se deben hacer y otra de las cosas que no se deben hacer.
Ésa es una tarea personal que debe hacerse siempre a la vista de las circunstancias de cada caso. Pero me parece fundamental establecer con cierta radicalidad el hecho de que las concepciones totalitarias del poder manifiestan siempre una tendencia a dificultar la tarea de la ética.
Y lo hacen de dos modos: o bien negando la igualdad entre los ciudadanos, es decir, tratando de que algunos no sean vistos como iguales sino como inferiores, y por tanto pierdan su condición de prójimos de los que es obligado ocuparse; o bien impidiendo que las personas puedan deliberar con conocimiento de causa y con pleno acceso a la información relevante que necesitan para decidir sobre lo que deben hacer ante sus semejantes.
La relación que un Gobierno mantiene con la actividad ética de sus ciudadanos suele ser un buen indicador de su modo profundo de entender el ejercicio del poder.
La actividad ética de una sociedad siempre constituye un límite a los excesos del poder y, por ello, la reacción que los Gobiernos muestran ante ella puede verse como un sistema de alerta temprana de las derivas del poder.
Por esta razón, hay que sospechar de un Gobierno que establece diferencias arbitrarias de derechos y de obligaciones entre ciudadanos;
-hay que sospechar de un Gobierno que dificulta el ejercicio de esos derechos por parte de quienes le son críticos;
-hay que sospechar de un Gobierno que se complace en la ignorancia y que se despreocupa del sistema educativo, y que incluso comete la torpeza de premiar a quienes no se esfuerzan en lugar de premiar a quienes no lo hacen;
-hay que sospechar de un Gobierno que prefiere que los ciudadanos dependan del Estado a que dispongan de la autonomía personal que les proporcionaría el trabajo.
-hay que sospechar de un Gobierno que unos días desprecia y otros ataca a la familia, como cuando se atreve a afirmar que una madre o un padre que se preocupan por una hija de 16 años embarazada están “interfiriendo”.
Esto me parece un despropósito incompatible con un mínimo sentido ético e incompatible con el más elemental sentido común.
Yo soy de los que piensa que un buen padre o una buena madre es el que está al lado de su hija para ayudarla y apoyarla, precisamente en los momentos más difíciles.
Queridos amigos,
También considero que hay que estar no ya preocupado, sino mucho más preocupado cuando desde el poder se pretende convertir en derecho acabar con una vida humana.
El aborto no es ni puede ser nunca un derecho. Lo que es un derecho es el derecho a la vida.
Pretender avanzar en el camino que lleva a destruir el derecho a la vida y pervertirlo en un falso derecho a acabar con la vida es, simple y llanamente, y retroceder en el camino de la civilización.
Señoras y señores,
Hay que estar muy pero que muy preocupado cuando desde el poder se actúa para oscurecer el juicio ético de los ciudadanos, especialmente el de los menores, o cuando el Gobierno incluso se arroga el derecho a decidir sobre lo que sólo puede ser responsabilidad de las personas.
Y, desde luego, hay que sospechar (y hay que sospechar mucho) de un Gobierno que manifiesta dificultades graves para distinguir lo que es humano de lo que no lo es, tanto en la versión iletrada como en la versión de la cátedra, y esto último es particularmente preocupante.
No es propio del Estado fijar nuevas y degradantes definiciones de lo que es ser humano
Tampoco lo es entorpecer el proceso educativo que los padres desarrollan con sus hijos.
Sin duda, todo esto es un anuncio de lo que está por venir en los próximos años.
Queridos amigos:
Quiero aclarar algo de inmediato: las opciones éticas han de ser personales y no pueden ser sustituidas por el Estado, pero eso no significa que deban o incluso que puedan ser ejercidas en solitario o en aislamiento.
Cualquier decisión significativa de nuestra vida debe ser efectivamente nuestra. Pero para que podamos sentirla como nuestra es necesario que hayamos podido incorporar a ella a todas aquellas personas o instituciones cuyo criterio nos importa y cuyo magisterio apreciamos.
Quien trata de impedir esta incorporación de lo que nos es familiar a las decisiones fundamentales de nuestra vida, no sólo “no” nos hace libres sino que nos condena a vivir con las consecuencias de actos que no pueden ser del todo nuestros porque no pudimos contar con los nuestros en el momento de realizarlos.
Los totalitarismos se esfuerzan por sustituir los nombres por los números, o por cualquier término que aleje a las personas de su condición humana.
Pues bien, la quiebra deliberada de los lazos familiares no equivale al borrado de los nombres, pero desde luego sí equivale al borrado de los apellidos y es el anticipo de algo mucho peor.
Lo propio de los seres humanos es nuestra condición personal, y precisamente por eso los seres humanos tenemos y necesitamos un nombre propio. Y también necesitamos apellidos.
Como afirmó Joseph Ratzinger, “es imposible que el hombre se forme totalmente a partir del punto cero de su libertad. El hombre no parte de cero, y sólo puede realizar lo suyo específico y lo nuevo si conecta con la humanidad que lo precede, lo condiciona y lo modela”.
De lo que se trata es de que esa conexión con lo que nos precede no adopte la forma de una servidumbre sino la forma de un aprendizaje que nos enriquece y que da sentido real a nuestra libertad.
Esto es lo que permite entender también el valor de la nación. Ser español, o francés o italiano es una especie de apellido común que se justifica por haber compartido una historia común, por compartir la herencia, la suerte y la responsabilidad de una patria común.
Queridos amigos:
Cuando el poder hace de la infancia su instrumento, cuando el poder asume como principio que en caso de duda es preferible que las instituciones se equivoquen contra la vida y no a favor de la vida, cuando considera como parte de su competencia la erosión de los lazos familiares, cuando todo eso ocurre, es que el poder ha perdido el norte en una sociedad de ciudadanos libres, en una sociedad plural a cuyo servicio debería estar.
La libertad es la condición de muchas opciones personales legítimas. Desde luego, lo es también de la vida cristiana, que sólo puede ser auténtica si nace de la libertad.
Pero el pluralismo no consiste en aceptar acríticamente cualquier sistema de ideas, sino en reconocer la dignidad esencial de quien las sostiene. Y ésta es una convicción nítidamente cristiana.
El pluralismo no es un valor asociado al relativismo intelectual o moral, sino un valor asociado a la condición absoluta de la dignidad de las personas.
El pluralismo, el que fundamenta las sociedades abiertas, no es el resultado de reconocer la imposibilidad de diferenciar lo verdadero de lo falso o lo bueno de lo malo. Es el resultado de aceptar como verdadero el valor de la vida humana, y de adoptar como bueno el compromiso de su defensa.
Queridos amigos:
Estas son, en mi opinión, las bases éticas de la democracia. Sobre ellas se construyen sociedades abiertas y prósperas, exigentes con sus instituciones y capaces de distinguir a los buenos gobiernos de los malos gobiernos.
Sin ellas la jerarquía de valores políticos se invierte, los instrumentos de la política se convierten en los fines de la política, y los fines de la política pasan a ser meros instrumentos.
Una sociedad democrática no renuncia a la ética sino que la alienta constantemente. Ella es la mejor garantía de su continuidad y la mayor amenaza para los malos gobiernos.
Señoras y señores,
No les entretengo más. Les agradezco mucho su atención y su amabilidad por acompañarme esta mañana.
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