Una Justicia degenerada
07:24 (16-05-2011) | 31
Este escándalo no es más que una simple gota dentro del cenagal en el que se ha convertido la Administración de Justicia en España.
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Un Estado de derecho, como su nombre indica, es un Estado donde el poder político se halla sometido a la Justicia que imparten unos tribunales independientes. Si quienes están encargados de confeccionar las leyes no se rigen por ellas en idénticos términos a los del resto de ciudadanos, los gobernantes dejan de ser un cuerpo de representantes al servicio del pueblo y pasan a ser una casta parasitaria dedicada a subyugarlo.
En España, el PSOE ha venido subordinando la Administración de Justicia a sus muy particulares y privativos intereses desde hace 30 años. Durante los mandatos de Felipe González se produjo, al guerrista grito de “Montesquieu ha muerto”, el asalto al Tribunal Constitucional y al Consejo General del Poder Judicial, amén del férreo control de otros órganos como la Fiscalía o la Abogacía general del Estado, los cuales, incluso según nuestra Carta Magna, deben ser dependientes jerárquicamente del Ejecutivo. Así se confeccionaron unas instituciones al servicio del partido gobernante que Zapatero ha sabido exprimir hasta su última gota: durante sus dos legislaturas, el Tercer Poder se ha colocado al servicio de la deconstrucción nacional de España, de la paz sucia con ETA, de la persecución de la oposición y de los medios de comunicación díscolos y de la protección de la corrupción socialista.
De ahí que el trato de favor recibido por Blanca Conde-Pumpido, sobrina del ínclito Cándido, en la instrucción del caso Malaya sea sólo una manifestación más de la endémica y sistémica corrupción que padece nuestra Justicia. Por desgracia, a pocos españoles les sorprenderá ya que, pese a la existencia de claros indicios de que Julián Muñoz benefició económicamente a la empresa de Blanca Conde-Pumpido, ni la Fiscalía ni Interior hayan dado orden de investigar lo sucedido.
Y es que, repetimos, este escándalo no es más que una simple gota dentro del cenagal en el que se ha convertido la Administración de Justicia en España. Ahí está la cacería judicial de Gürtel; ahí está la convalidación del abiertamente inconstitucional Estatuto de Cataluña; ahí está el polvo del camino de ANV o de Bildu con el que, entonces y ahora, se han estado manchando numerosas togas en aras de facilitar la rendición gubernamental ante la ETA; ahí está la marginación y persecución de honrados y diligentes jueces como Javier Gómez de Liaño, Ferrín Calamita o Francisco Serrano por no someterse a los dogmas oficiales de la progresía; o ahí están los jueces estrella que, como Baltasar Garzón, son más políticos que magistrados y que, incluso apartados de la carrera judicial, siguen enredando y emponzoñando el correcto funcionamiento de nuestras instituciones.
En nuestro país es harto frecuente que a los políticos se les llene continuamente la boca acerca de la necesidad de promover una “regeneración democrática”. No es que no estemos de acuerdo con que la política deba volverse mucho más transparente, abierta, limitada y fiscalizada de lo que lo es ahora. Pero lo cierto es que de nada servirán todas estas proclamas y proyectos de regenerar la democracia mientras una de sus patas esenciales, la Justicia, se encuentre completamente degenerada. Sin una Administración de Justicia independiente que pueda perseguir y castigar por igual tanto a cualquier ciudadano anónimo como al mismísimo presidente de Gobierno –no digamos ya a la sobrina del fiscal general–, nunca lograremos erradicar la opacidad, la endogamia y los abusos de poder. Y mientras estos vicios sigan caracterizando a nuestra clase política, no levantaremos cabeza ni como nación, ni como economía ni como sociedad.
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