lunes, 12 de julio de 2010

LA REVOLUCIÓN, NO FUE UNA REVOLUCIÓN, FUE UN GOLPE DE ESTADO. LO QUE PASA ES QUE FRACASÓ Y SE INVENTARON ESA FALACIA. COSAS DE LA IZQUIERDA.

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    La España republicana, igual que la España de la guerra de la Independencia o del final de la Primera República, más que un solo Estado parecía constituir un conglomerado de repúblicas.
    La revolución empezó al igual que la contrarrevolución con una oleada de asesinatos, destrucciones y saqueos. Las unidades de milicianos de los partidos políticos y los sindicatos se reunían en bandas que tenían nombres parecidos a los de equipos de fútbol. Eran, por ejemplo, los "Linces de la República", los "Leones rojos", las "Furias", "Espartaco" y "Fuerza y Libertad". Otras bandas adoptaron el nombre de dirigentes políticos izquierdistas, españoles o extranjeros. Sus iras se dirigieron en primer lugar contra la Iglesia. En toda la España republicana, pero sobre todo en Andalucía, Aragón, Madrid y Cataluña, las iglesias y los conventos fueron saqueados e incendiados indiscriminadamente. La Iglesia no había participado en el alzamiento prácticamente en ningún sitio. Casi todas las historias que se contaron de rebeldes que disparaban desde los campanarios eran falsas, aunque quizás, a veces, los párrocos habían permitido a los falangistas almacenar armas en sus tranquilas sacristías.

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    Estos ataques fueron acompañados por una matanza colosal de los miembros de la Iglesia y de la burguesía. Los nacionalistas, después de la guerra, han dado la cifra de unos 55.000 seglares asesinados o ejecutados en la España republicana durante la guerra. Este cálculo, a pesar de su magnitud, es muy inferior a las acusaciones de trescientos o cuatrocientos mil muertos que se hicieron durante la guerra. Se cree que murieron 6.844 religiosos: 12 obispos, 283 monjas, 4.184 sacerdotes y 2.365 monjes.

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    Desde luego, el número de muertos entre los seglares fue muy superior al de los eclesiásticos. Cualquiera de quien se sospechara que sentía simpatía hacia el alzamiento nacionalista estaba en peligro. Al igual que entre los nacionalistas, las circunstancias irracionales de una guerra civil hacían imposible discernir qué era traición y qué no lo era. Morían personas ilustres, y a menudo sobrevivían personas indignas. En la Andalucía oriental, los camiones de la CNT llegaban a los pueblos y ordenaban a los alcaldes que entregaran a los fascistas de la localidad. A menudo los alcaldes tenían que decir que todos habían huido, pero muchas veces había alguien que informaba a los terroristas, diciéndoles cuáles de los ricos del pueblo seguían allí; entonces éstos eran detenidos y fusilados en un barranco próximo.

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    En las grandes ciudades, donde los enemigos potenciales eran más numerosos, se utilizaron procedimientos más sofisticados. Los partidos políticos de izquierdas crearon unos cuerpos de investigación que se enorgullecían de llamarse a si mismos, siguiendo el modelo ruso, con el nombre de "checas". Solamente en Madrid, había varias docenas. Estos primeros días de la guerra civil en las ciudades republicanas se caracterizaron por la aparición de un verdadero laberinto de grupos diferentes, todos ellos con poder para decidir sobre la vida y la muerte, y cada uno responsable ante un partido, un departamento del Estado, o un simple individuo.

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    Quizá la checa más temida de Madrid era la conocida con el nombre de "la patrulla del amanecer", por la hora en que llevaba a cabo sus actividades. Pero no había mucha diferencia entre esta banda y la "brigada de investigación criminal", dirigida por un antiguo impresor y ex dirigente juvenil comunista, Agapito García Atadell, quien, al parecer con el beneplácito de las autoridades, instaló su "checa antifascista" en un palacio de la Castellana. Ambos grupos utilizaron los archivos del ministerio de la Gobernación para facilitar su tarea persecutoria con los miembros de los partidos de derechas. ( La Falange había destruido su lista de miembros; pero los carlistas y la UME no.)

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    Las atrocidades cometidas tras las líneas "republicanas" y "nacionalistas" al principio de la guerra civil eran parte del mismo fenómeno que, a partir de 1931, había endurecido la política española llevándola a excluir el compromiso; este extremismo político había desembocado en la violencia, la ilegalidad y la intolerancia antes de julio de 1936.
    La forma como se llevó a cabo la rebelión militar, y la forma en que respondió a ella el gobierno en las primeras horas provocaron un desenfreno que no se había visto en Europa desde la guerra de los Treinta Años. En una zona, se fusilaba a maestros de escuela y se quemaban casas del pueblo; en la otra, se fusilaba a sacerdotes y se quemaban iglesias. La consecuencia psicológica de este desenfreno fue que las dos partes en litigio se vieron dominadas por el odio y el miedo: "Odio destilado lentamente durante años, en el corazón de los desposeídos. Odio de los soberbios, poco dispuestos a soportar la 'insolencia' de los humildes. Odio de las ideologías contrapuestas, especie de odio teológico, con que pretenden justificarse la intolerancia y el fanatismo. Una parte del país odiaba a la otra, y la temía"

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