viernes, 23 de julio de 2010

TESTIMONIOS DE LA GUERRA CIVIL BANDO ROJO

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Testimonio de D. Julio Sierra Blanco

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D. Julio Sierra Blanco, miembro fiel de nuestra Hermandad, que falleció el día uno de agosto del dos mil, fue uno de los miles de Españoles que sufrió cautiverio en las cárceles rojas durante nuestra guerra civil.

Hace varios años, escribió una breve confesión recordando un dramático episodio de su paso por la cárcel de Ventas. Aquel documento íntimo estaba destinado a sus familiares solamente, pero al conocer su emocionante contenido pensamos que tiene un valor testimonial merecedor de una amplia difusión. Con su autorización, reproducimos el documento.

A PUNTO DE OBTENER LA PALMA DEL MARTIRIO

“DÍA 27 de noviembre de 1936. Diez de la mañana. Madrid. Cárcel de Ventas sita en la calle del Marqués de Mondejar.

En el pabellón denominado sótano tercero derecha de la cárcel citada anteriormente, nos encontramos 73 presos, hombres de toda condición social... militares, catedráticos, funcionarios públicos, médicos, soldados, campesinos, obreros, estudiantes, etc. Entre los 73 hombres se encuentra el que suscribe estas breves líneas, Julio Sierra Blanco, un chaval de 17 años recién cumplidos. Tenía éste chaval cierta experiencia en hacer quiebros a la muerte. El primero en el entierro de D. José Calvo Sotelo, cuatro meses antes; el segundo en el Cerro de los Ángeles en cuya cripta reposan los cinco mártires fusilados el DÍA 23 de julio de 1936 (Justo, Fidel, Blas, Vicente y Elías).

Cuando tomaron la determinación de quedarse en el Cerro para prestar una relativa defensa a las monjas que residían en el Monasterio, yo di un paso al frente con los cinco, pero Dios no me admitió, y con cierto descontento, me vi obligado a regresar a Madrid. Esto ocurrió el segundo domingo del mes de julio de 1936 realizando ejercicios espirituales, como todos los segundos domingos de cada mes. Dios no me consideró con los suficientes méritos para tanta gloria.

Volvamos a la cárcel de Ventas el DÍA 27 de noviembre de 1936, día de la festividad de la Medalla Milagrosa. Sobre las 10 de la mañana entraron en el departamento un grupo de milicianos rojos. No voy a descubrir su aspecto de bestias salvajes, ávidos de sangre, lo dejo a la consideración de los que tengan la curiosidad de leer estas líneas. Con el mayor disimulo y cautela, salí del departamento porque presentí que aquellos milicianos no venían a obsequiarnos con unas flores. Me fui a visitar a unos de tantos compañeros de la juventud de la Milagrosa que estaban en otras dependencias de la cárcel, entre ellos el Rector de la Basílica de la Milagrosa, de Madrid, y varios frailes y hermanos del convento de García de Paredes a los que conocía y con los que me unía mucha amistad.

Al regresar a mi dormitorio, sobre las doce de la mañana y una vez comprobado que se habían marchado aquellos milicianos, comprobé que mis compañeros estaban preocupados, aunque eso sí, absolutamente serenos. Los habían formado, invitándoles a salir en libertad si se comprometían a enrolarse en una unidad militar para defender la República en el frente. No hubo paso al frente. Eran 72 hombres con honor. Después de los insultos y amenazas que cabe suponer les ordenaron que en grupos de 15 fueran a un determinado despacho cercano a la dirección del establecimiento a declarar. Cumplieron la orden y se celebró el juicio sumarísimo más increíble que se puede imaginar. La mesa del despacho en el centro, estaba ocupada por tres hombres. Entra el preso. Las preguntas fueron, por lo general, las siguientes. ¿Nombre?, edad, profesión, estado civil, eres católico, falangista, requeté, de la CEDA, vas a misa los domingos, crees en Dios y alguna otra más por el estilo. Duración, tres minutos. Naturalmente sin testigos sin fiscal, sin pruebas, absolutamente nada de lo que exige la norma elemental del derecho.

Pasados los tres minutos, un cuchicheo entre los tres “jueces” y en la relación que tenían a su alcance, al lado del nombre y apellidos del preso, una “equis”. El significado de esta equis es una condena a muerte aquél día. Así de sencillo, así de trágico y así de glorioso. Puedes retirarte. Que pase otro.

Hubo treinta y ocho “equis”, es decir treinta y ocho condenas a muerte aquél día. El procedimiento se repitió varios días más con otros compañeros de los departamentos contiguos hasta que Melchor Rodríguez, recién nombrado Director General de Prisiones, cortó los fusilamientos. Como antes he dicho, regresé a mi departamento cuando ya se habían marchado aquellas gentes. No comprobaron que en colectivo de la unidad penitenciaria faltaba uno; era yo.

La sentencia se cumplió en la madrugada siguiente, la del 28 de noviembre en Paracuellos de Jarama. Cuando sobre las tres de la madrugada nos formaron en la sala y leyeron la lista de los 38 que habían sido condenados a la última pena, la serena aceptación del momento, la fe en Dios y la hombría de bien, fueron las notas características de la situación. Nos abrazamos. La despedida más usual fue la palabra eternamente viva de ADIÓS. En el fondo de nuestras almas, en las de ellos y en las nuestras quedó visiblemente marcada otra palabra de despedida HASTA EL CIELO.

En un rincón de la sala dormíamos en tres petates colocados en línea nueve muchachos; la mayoría de los otros eran soldados de Campamento. Los ocho que me acompañaban por las noches volaron al cielo; a mí me tocó la peor parte, la de quedarme en este valle de lágrimas. Dios lo dispuso así, bendito sea.

Han pasado más de cincuenta años de aquél holocausto. Todos los primeros domingos de cada mes voy a oír la Santa Misa por ellos al cementerio de Paracuellos de Jarama en un acto organizado por la Hermandad de Familiares. Se tiene la certeza de que murieron en aquel lugar durante los meses de octubre y noviembre de 1936 alrededor de diez mil españoles. No llega al centenar de personas las que acudimos todos los meses a este encuentro con nuestros mártires. Que Dios reparta mucho perdón por tanto olvido”.

Madrid, 1986, en el cuarenta aniversario de sus muertes

JULIO SIERRA BLANCO

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