Queridos copulantes de mi corazón: dentro de una misma especie, hay estructuras corporales que se encuentran en los individuos de un sexo pero no en los del otro y que tienen la virtud de atraer a potenciales parejas sexuales o epatar a posibles rivales. Este fenómeno se llama dimorfismo sexual, y está muy relacionado con las actividades de cortejo y la capacidad de inversión de los machos en las crías.
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VUESTRO SEXO, HIJOS MÍOS
El sexo debe ser caro para los hombres
Por Remedios Morales
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Para las hembras, practicar el sexo es caro porque luego viene la cigüeña.
Para los machos monógamos que ayudan en la cría, también.
Sin embargo, la mayoría de los machos no son proveedores,
y por eso están muy devaluados,
así que necesitan sudar la camiseta
para colocar una mercancía muy pobre
–un espermatozoide–,
pero son agresivos vendiéndola.
De hecho, el sexo tiene un coste alto para ellos,
aunque la mayoría se vaya de este mundo
sin comerse una rosca.
Viven intensamente,
compiten,
pierden,
mueren jóvenes
y hacen un cadáver lleno de pupas.
Pero la competencia pone el listón cada vez más alto
y hace crecer las estructuras de cortejo
de generación en generación.
Las estructuras de cortejo
nos dan idea del modus operandi de los machos.
Existe un dimorfismo abusón y contencioso,
típico de muchas especies
en que el macho prefiere invertir
en artillería pesada
antes que en cuidados paternales.
Son tipos duros,
con cuernos,
colmillos,
músculos,
espolones
y cualquier cosa que asuste o haga la puñeta,
que emplean
para neutralizar a la competencia
y cubrir a las hembras.
Hay otro dimorfismo histriónico y estético, que corresponde a especies con macho cortejador y que tampoco ayuda con las crías pero que, en vez de celebrar torneos con los otros machos, prefiere hacerse publicidad. Es un galanteador que ofrece a las hembras espectáculos de luz y sonido con el mismo atrezo que empleaba Celia Gámez al montar una revista: plumas de colores, colas, alas que se despliegan, bailes y cantos. Con estos artistas las hembras pasan un buen rato; eligen al galán por sus genes irresistibles, con la esperanza de que sus hijos los hereden y sean igual de seductores.
Primera sentencia irrefutable: los machos beligerantes, coquetos y artistas son infieles e irresponsables con la prole.
Pero hay otros machos que son proveedores.
Cada macho que ejerce de padre es realmente valioso
y no necesita ser bello y exhibirse.
Mi abuela
–gran aficionada al parche poroso
y a las bragas de cuello vuelto–
decía que
el buen paño, en el arca se vende.
Y en este caso es verdad.
Apenas hay dimorfismo
en las especies con buenos padres.
Son modestos y discretos
porque cuando se trabaja duro con los bebés
no hay tiempo para
infidelidades,
coqueteos
y batallitas.
La cercanía de las crías, además,
los obliga a mantener el incógnito
para no llamar la atención de los depredadores.
En estas especies,
antes del apareamiento
tiene lugar un cortejo elaborado
en el que participan macho y hembra
y que refuerza el vínculo para que dure,
al menos,
hasta que las crías maduren.
Además,
dado que la hembra va a arriesgarse
poniendo unos cuantos huevos valiosos,
o dando a luz una o varias crías,
demora la cópula prudentemente
hasta que el macho deposita una fianza
en forma de cosas útiles y prácticas,
como cebarla,
construir un nido o madriguera
o aportar un buen territorio de caza.
Sólo entonces la novia
le concede su mano,
o su pata.
Tal condición,
impuesta por todas las hembras de una especie,
restringe la poligamia.
Segunda sentencia irrebatible:
la monogamia y el ejercicio de la paternidad elevan el precio del sexo para los machos.
La monogamia frena el infanticidio.
Pero hay otros tipos de macho.
Los de chimpancé, por ejemplo,
resultan un tanto rufianescos.
No pegan ni sello y tienen sexo abundante.
Comparten cada árbol frutal con muchos otros machos y hembras,
y, como es imposible para un solo macho
controlar a los otros y acaparar a las hembras,
se establecen alianzas masculinas
y todos obtienen abundante sexo de las hembras,
a cambio de dejarlas en paz.
Los chimpancés bonobo son obsesos sexuales.
Copulan diez veces más que los otros chimpancés
y mil veces más que los gorilas.
Sólo tienen fuerza para hacer las cochinadas.
La agresividad de los machos
está totalmente neutralizada por el sexo.
Las hembras establecen hermandades femeninas
a base de repetidas tandas de hoka-hoka
(fricciones urogenitales entre ellas)
y se han hecho fuertes.
Las feministas las adoran porque una hembra,
ayudada por sus amigas,
puede superar en categoría a un macho.
Hay terapeutas sexuales
que ambicionan una sociedad
a la manera de los bonobús,
que son pacíficos
porque hacen el amor
y no la guerra.
La doctora Susan Blick,
a la que intuyo tonta del culete,
sin ánimo de ofender,
habla de "hedonismo ético"
y dice que hay que liberar al bonobo
que llevamos dentro:
"No se puede librar una batalla mientras se tiene un orgasmo".
No, ni se puede hacer ninguna otra cosa.
Nuestro linaje rompió con todo eso
cuando el sexo se volvió caro para los machos.
Los primeros homínidos
eran casi el doble de grandes que las hembras,
pero hace 1,9 millones de años
el dimorfismo ya era considerablemente menor,
señal de que las hembras llevaban mejor vida,
o de que los machos no la llevaban tan buena como antes.
Además, los testículos se iban reduciendo.
Nuestro linaje se hacía monógamo.
La dieta,
las herramientas,
la caza...
todo eso nos hizo humanos;
pero los cambios en la sexualidad
y las modificaciones anatómicas
relacionadas con ellos
fueron los aspectos decisivos
en los que la evolución
nos separó de los grandes simios.
Estos cambios
delatan el pulso que tuvo lugar,
entre los intereses reproductivos de machos y hembras,
para pagar el gran cerebro
que se estaba desarrollando.
Ningún otro órgano
ha crecido con tanta rapidez
en la historia de la vida:
el equivalente a una cucharada
cada cien mil años
durante un periodo de entre dos y tres millones de años.
Tercera sentencia incontrovertible:
la monogamia implicó al macho humano en la estrategia de gran inversión de la hembra en sus crías, y eso permitió que el cerebro humano empezara a crecer a gran velocidad, de generación en generación.
Corolario chocante:
la prostitución no es peligrosa para una sociedad porque mantiene el sexo caro.
La promiscuidad femenina, en cambio, sí que lo es.
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