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Por César Alonso DE LOS RÍOS
ABC 26 Febrero 2005
«ROSA de sangre» llamaron a
En pocos lugares del mundo los patronos y los sindicatos recurrieron a las pistolas tanto como aquí para ordenar sus relaciones.
Gracias al Madrid protector podían venderse en España los paños más caros de Occidente.
Parcos en natalidad, los catalanes cubrieron los déficit demográficos con inmigrantes: «murcianos» y «charnegos».
En los años cincuenta y sesenta, los medios progresistas comenzaron a rodear con un aura de especial respetabilidad a toda Cataluña. Comenzó a funcionar un curioso sentido de culpa en el resto de las regiones según el cual Cataluña había sido la perdedora de la guerra civil.
Era un prestigio cruelmente montado sobre las provincias verdaderamente perjudicadas en cualquier guerra y concretamente en la civil nuestra.
El sentimiento de culpa vino de una serie de «arrepentidos» del franquismo que para sentirse bien se dedicaron a exaltar a los catalanes, fueran o no franquistas.
A Pujol, sin ir más lejos, que hizo sus estudios en el Colegio Alemán, nazi en 1936 y aún más cuando se reincorporó en 1939.
Su tímido catalanismo comenzó a aflorar gracias a su vinculación al grupo que tomó el nombre del obispo Torras i Bages, famoso por sus sermones y por aquel sentencioso dicho de «Cataluña será cristiana o no será». Miembro de CC (¿«católics catalans»? ¿Crist i Catalunya»?...)
Pujol fue interno de García-Valdecasas desde que un día subió al monte Tagamanent y le fue revelada su histórica misión de «reconstruir» Cataluña.
Con su cárcel en Zaragoza justificó al todavía inexistente nacionalismo catalán.
A los vencedores arrepentidos y a los hijos de éstos, ya de izquierdas, les iba a resultar conmovedor el discurso del «hecho diferencial», quizá por su escasa sensibilidad para la justicia. De esta manera, convirtieron a Cataluña en una región mártir y aceptaron que todas sus reivindicaciones le daban el derecho a ser una nación.
Así que no ha sido tanto por impostura de los catalanes cuanto por el extraño complejo de los demás ante ellos lo que ha colocado a Cataluña en un lugar que no le corresponde, nefasto para ella ya que les ha permitido a los catalanes sustituir el sentido crítico que debe tener una sociedad avanzada por el victimismo.
Se la ha supuesto el papel de locomotora de la economía cuando ya lo estaban representando capitales como Madrid o regiones como la valenciana, y cuando Almería alcanzaba unos niveles de renta superiores a los de Reus o Badalona.
A partir de ahí se creó en Barcelona un clima político y cultural que iban a aprovechar los partidos nacionalistas para fortalecer la vieja y discutible identidad catalana.
LA novedad que nos aporta la tragedia del Carmelo es que el nacionalismo catalán no se está utilizando únicamente para sacar ventajas en relación con las otras regiones, sino para dominar a los propios ciudadanos catalanes y, de un modo especial, a los más menesterosos y marcados por el «hecho diferencial español».
En nombre de la «senyera» se sofocan los derechos elementales y, por supuesto, el de expresión (el régimen informativo de Cataluña es un escándalo mundial), pero nada tan repugnante desde un punto de vista ideológico como que sea la izquierda -socialistas, comunistas y republicanos- los que están sacrificando a sus propias bases.
El Carmelo es la más apropiada metáfora del encanallamiento de la izquierda en el nacionalismo.
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