El polvo del camino
El polvo del camino
Es, sin embargo, verosímil que existieron, en aquellos tiempos,
muy escasas leyes y que, escritas éstas en muy pocas y claras palabras,
no necesitaban comentario alguno.
Juan de Mariana. Del Rey y de la institución real.
¿Se imagina alguien que nadie temiera acudir a este
o a aquel médico en función de su ideología política?
¿Se imaginan ustedes que alguien, de ideología socialista
temiera acudir a un médico de ideología conservadora o viceversa
temiendo que éste obrara, más o menos consciente o inconscientemente,
en contra de los principios de su arte para causarle
algún daño por enemistad política?
Pues esto, inimaginable en el terreno de la Medicina, es señores,
precisamente, lo que está sucediendo en España
en el terreno de la Justicia desde hace ya bastantes,
demasiados, años, cuando ésta debe de tratar asuntos
remotamente relacionados con la política.
Si bien todos comprendemos que los jueces son hombres y,
como tales, tienen, cada uno la ideología que más les place,
y comprendiendo, igualmente, que, muchas veces han de
decidir respecto al propio aspecto político del asunto
que deben juzgar −dilema ante el que nunca,
gracias a Dios, se enfrenta el médico−,
también todos entendemos −ingenuamente−
que el Juez, a la hora de juzgar, debe dejar su ideología
encima del piano y enfrentarse exclusivamente,
con los ojos vendados, a los hechos que juzga
y a la letra y al espíritu de la Ley.
Esto, hoy, no es así en España y, cuando se trata de juzgar
asuntos con derivaciones políticas, si conocemos
cuál es la adscripción política del magistrado podemos
predecir de antemano y con un índice de probabilidad
altísmo de acertar hacia donde va a apuntar su sentencia.
Agrava y envenena hasta lo infinito lo anterior el hecho
de que la composición de los Tribunales más altos,
Constitucional y Supremo, por no hablar de la Fiscalía,
apéndice del Gobierno, la deciden los partidos políticos,
de manera que sus debates vienen a ser una prolongación
de la misma discusión estéril parlamentaria
y sus sentencias, un eco de la votación del Parlamento,
de manera que hemos llegado a un extremo en el que
una mayoría parlamentaria puede aprobar una resolución injusta
e ilegal en tanto que el tribunal que tendría que limitar
este exceso, en vez de hacerlo, se limita a actuar
de caja de resonancia sancionadora de aquella votación.
Estamos, pues, no en un Estado de Derecho cuya Ley obliga a todos,
sino en una dictadura de la mayoría.
Muchos y muy significativos ejemplos de lo que digo
llevamos vistos en estas dos legislaturas zapatero,
época en la que el mal del que hablo se ha agravado
hasta límites terroríficos en el contexto de una degradación
y descomposición de nuestras instituciones políticas, y,
de manera harto ilustrativa lo vino a decir Conde-Pumpido,
fiscal general del Estado cuando manifestó que
“la Justicia no está para obstaculizar los procesos políticos”,
remachando la idea con aquella brillante alegoría en la que aseguró
que “el vuelo de la toga de los fiscales no eludirá
el contacto con el polvo del camino”.
Y tan poco les importó a las togas fiscales mancharse del polvo
que levanta Zapatero en su camino que hemos tenido
el bochorno y el desaliento de ver un día a Otegui bendecido con
todos los parabienes de la fiscalía e intangible para la acción de
la Justicia y, al siguiente, encarcelado en función, no de hechos
nuevos, sino de los avatares de ese camino del que hablaba
Conde-Pumpido, es decir, de la razón de Estado, de la conveniencia
del poder político al que tan servilmente ayuda el judicial.
Vemos, aunque nos parezca mentira, cómo en la España de hoy hay
dos personas condenadas a decenas de miles de años de prisión,
Suárez Trashorras −que, además, padece una deficiencia
intelectual− y Jamal Zougam, por un delito que la evidencia,
cada vez, más palmaria, nos hace sospechar que no pudieron
cometer. Y ni un juez mueve un dedo. Y ni un fiscal mueve un dedo.
Y ni se sabe de ningún juez ni fiscal que se haya puesto
ni medianamente colorado.
De nuevo, el polvo del camino que caminamos.
En este contexto, ayer, don Ángel Juanes, presidente de la
Audiencia Nacional puso la guinda en una entrevista aEuropa Press
nos dijo, negro sobre blanco, cual es la meta de ese camino
del que hablaba Conde-Pumpido y en el que no le importaba
mancharse la toga: una nueva interpretación de la Constitución.
No es que nos sorprenda, porque de sobra sospechamos
desde hace años que es, precisamente, una reforma constitucional
subrepticia lo que pretende Zapatero desde su llegada al poder
tras el Golpe de Estado del 11-M, pero sí choca que el señor
Juanes nos diga tan paladinamente que la sentencia del
Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña
va a implicar una nueva interpretación de la Constitución,
esto es, hablando sin eufemismos, la sanción de la segunda
parte del Golpe de Estado por parte del poder judicial1.
La reforma del Estatuto de Cataluña −y, secundariamente,
la de todos los demás que en él se inspiraron−
juega un papel crucial en este Golpe de Estado.
Merece la pena que hagamos
una breve recapitulación de ella.
En su origen, la reforma del Estatuto de Cataluña fue una humorada
que se le ocurrió a Pascual Maragall cuando en España gobernaba
el PP y parecía seguro que iba a seguir
haciéndolo durante bastante tiempo. El señor Maragall no tenía,
pues, ni la más remota esperanza que esta reforma
estatutaria −para la que, por otra parte, no existía la más mínima
demanda social− saliera adelante y la planteó a los
meros efectos de hacer ruido y poner en aprietos al gobierno del PP.
Aunque he perdido la cita y no puedo repetirla
aquí textualmente creo que llegó a decir algo así como ¡lo que
nos vamos a divertir!
Al poco, Zapatero entró a rematar de cabeza la juda de Maragall
y fue entonces cuando, en un mitin en Cataluña, dijo aquello de:
«Pascual, respetaré todo lo que apruebe el Parlamento de Cataluña.»
Palabras que, en aquel momento a nada le obligaba pues, como digo,
todo indicaba que el PP iba a seguir gobernando, al menos,
una legislatura más.
En éstas andábamos cuando el Golpe de Estado del 11-M
colocó inopinadamente a Zapatero en el poder de la Nación.
El Parlamento catalán, efectivamente, comenzó a discutir
la reforma del Estatuto pero fueron tantas las diferencias
entre los partidos catalanes y tanta la indiferencia ciudadana
que llegó un momento en el que pareció que la reforma estaba
muerta y acabada.
Fue entonces cuando, de una manera sorprendentísima,
Zapatero llamó a la Moncloa a don Artur Mas y, engañándolo
como a un chino, resucitó el moribundo Estatuto en célebre
Pacto del Tabaco. Éstas son las fechas que aún no
comprendemos de manera cabal por qué Zapatero dio este giro
a los acontecimientos cuando lo único que hubiera tenido
que hacer hubiera sido no hacer nada para evitar
todas las dificultades y todo el trastorno institucional
que el Estatuto ha traido consigo.
El Pacto del Tabaco supuso un relanzamiento del mismo
y obligó a CiU a una radicalización de su postura que aún perdura y que,
seguramente, se agudizará.
El Parlamento catalán acabó redactando, merced a esta
radicalización espoleada por Zapatero, un Estatuto
manifiestamente inconstitucional. Tan inconstitucional que el propio
PSOE tuvo que dar marcha atrás y reformarlo en las Cortes,
lo que en Cataluña fue entendido, con muchísima razón,
como una falta de Zapatero a su palabra aquella de
«Pascual, respetaré todo lo que apruebe el Parlamento de Cataluña»
así como un engaño del presidente a Artur Mas.
Quedó así redactado un Estatuto que no complacía a nadie
fuera de a Zapatero y que fue aprobado en un referéndum
en Cataluña en el que la participación no llegó ni al 50%
y lo fue, esencialmente, no porque Cataluña deseara tal
Estatuto sino como muestra del rechazo que el PP,
único partido que se oponía a aquella reforma, tenía
y tiene en esta región (Pacto del Tinell).
Abreviando: el PP recurrió ante el Tribunal Constitucional
la constitucionalidad del Estatuto que, aun aguachirlado por
el parlamento Español, sigue planteando dudas más que
fundadas, y aquí volvemos al hilo con el que empecé este
discurso y que no es otro que la sumisión del poder judicial
al poder político.
En una muestra de desprecio absoluto hacia la importancia
del asunto, el Tribunal Constitucional lleva más de tres años
sin pronunciarse al respecto de esa constitucionalidad.
Durante estos tres años, sin embargo, el Estatuto ha ido
desarrollándose creando una situación de facto irreversible
como si su constitucionalidad fuera inmaculada y bendecida
con todos los parabienes.
Y, todo esto, para nada pues, como decía antes, podemos asegurar,
atendiendo a su constitución y sin miedo a equivocarnos, que
el Tribunal Constitucional acabará sentenciando la constitucionalidad
del Estatuto por seis votos a favor, seis en contra y el voto de calidad,
decisivo, de su presidenta.
Don Ángel Juanes justifica la burla cruel que supone este retraso
a la “complicación de la sentencia”. Volviendo al símil médico,
vendría a ser tan clamoroso como que un médico justificara
su inacción ante un paciente que se le muere a chorros por lo
complejo de su cuadro clínico, medico al que el señor Juanes,
de verse en el trance de tener que juzgar, no tendría más remedio
que condenar por negligencia dolosa.
Cuanto más que lo de la “complicación de la sentencia” ya nos habla,
si no de una manifiesta inconstitucionalidad del Estatuto,
sí de la perversión que implica la ambigüedad de la Ley.
Perversión muy alejada de lo que consideraba deseable e
l Padre Mariana:
«Es, sin embargo, verosímil que existieron, en aquellos
tiempos, muy escasas leyes y que, escritas éstas en
muy pocas y claras palabras, no necesitaban comentario alguno.»
Pero, ya, lo del retraso es lo de menos pues la mascarada
es más que evidente. Como dice el señor Juanes,
esta sentencia va a conllevar una nueva interpretación
de la Constitución.
Entiéndase: el Tribunal Constitucional no va a leer el Estatuto
para ver si se adapta a la Constitución o no. No.
Lo que va a hacer el Tribunal Constitucional es reinterpretar
la Constitución para que sea ésta la que se adapte al Estatuto.
Si esto no es la consumación, la sanción jurídica, de un Golpe de
Estado,que venga Dios y que lo vea.
Tampoco es que importe mucho. Como digo, lo que el señor Juanes
manifiesta con palabras lisas y llanas lo venimos intuyendo muchos
y desde hace mucho.
La Constitución del 78 está muerta. Su espíritu está muerto
y su letra también. Importa, pues, muy poco lo que en España sea
o deje de ser constitucional ni el tiempo que el Tribunal Constitucional
se tome para dictaminarlo.
Si era verdad que había que modificar los estatutos de autonomía
en el sentido que estamos viendo, de fuerza contra el espíritu
y la letra de la Constitución, hubiera sido necesario modificar
ésta previamente en Cortes constituyentes y referéndum.
Lo que se ha hecho, lo que se está haciendo, no es sino una
tomadura de pelo dramática a todos los españoles y, como digo,
un Golpe de Estado soterrado.
Golpe de Estado que ni siquiera va a mejorar la situación política
de Cataluña pues su desarrollo, como decía antes, no sólo no ha
servido para dotar a esta región de un nuevo Estatuto sino
que ha radicalizado las posiciones de los radicales y ha obligado
a radicalizar las posiciones de los moderados. Sea cual sea
la sentencia del Constitucional, volveremos a ver en diciembre,
D.m., cómo queman ejemplares de la Constitución partidos que
en Cataluña ocupan el poder.
Pero,
como digo, importa poco que se queme una Constitución muerta.
Los que hemos crecido y vivido creyéndonos ciudadanos y
creyendo la monserga de lo del Estado de Derecho tenemos
que admitir que estábamos equivocados. Tenemos que
seguir viviendo en esta sociedad −los que no queramos o
podamos expatriarnos− pero sabiendo que no vivimos en
un Estado donde impera la Ley sino en el que impera la
arbitrariedad de las mayorías parlamentarias, contra
cuyos desafueros ninguna salvaguarda tenemos más allá
de ellas mismas, como ningún arma tenemos para luchar
contra ellos fuera de la desobediencia civil hasta donde el
valor de cada uno le permita.
Para acabar, vuelvo a apelar a la necesidad de una reforma
constitucional imbuida del espíritu tradicionalista, único,
a mi modo de ver, que puede solucionar el problema
territorial español y que puede devolver al Derecho a la
dignidad de la que ha caído.
Pero, aun así, pasarán muchos años antes de que podamos
decir que vivimos en una nación bajo el imperio
de la Ley, si es que llegamos a verlo algún día.
Demasiadas instituciones se han destruido.
Demasiadas generaciones han crecido pensando que las cosas
deben de ser así. Demasiados profesionales del Derecho
han encauzado su profesión al abrigo y al dictado del
poder de los partidos políticos o, sencillamente, les temen.
Demasiados jueces y fiscales están imbuidos de la misma
soberbia intelectual que Zapatero y entienden el papel
de la Justicia en el nuevo mundo que Zapatero está
creando como la entiende éste. Y, en fin, demasiado
difícil que aparezcan ex nihilo nuevas generaciones
de profesionales del Derecho que se revelen contra
esta servidumbre y estado de las cosas.
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