-
Les presento la carta que el Presidente Francés le envio a sus profesores al inicio del año escolar.
Tiene bastante elementos importantes, como el respeto hacia los profesores, las exigencias hacia los estudiantes, que la enseñanza de la religión no se contrapone a una sociedad laica y la responsabilidad de los padres en la formación de los hijos, entre otras cosas, que nosotros debieramos ser capaz de discutir.
4 de septiembre de 2007
Estimados educadores:
Aprovecho la ocasión del nuevo curso escolar, el primero desde que fui elegido Presidente de
Ayudar a la inteligencia y a la sensibilidad a desarrollarse, a encontrar su camino, ¿qué tarea puede ser más grande y más hermosa? Sin embargo, ¿qué puede haber más difícil? Porque junto al orgullo de ver crecer al niño, de ver afirmarse su carácter y su juicio, junto a la felicidad de transmitir lo más precioso que cada uno lleva dentro, también está el temor de equivocarse, de retener un talento, de frenar un impulso, de ser demasiado indulgente o demasiado severo, de no entender lo que el niño lleva en lo más profundo de su ser, lo que siente, lo que es capaz de cumplir.
Educar es tratar de conciliar dos movimientos contrarios: el que nos lleva a ayudar a cada niño a encontrar su propio camino y el que nos empuja a inculcarle lo que uno cree justo, bello y verdadero.
Una exigencia se impone al adulto respecto al niño que crece, y es la de no asfixiar su personalidad sin renunciar a educarle. Cada niño, ca-da adolescente tiene su manera de ser, de pensar, de sentir. Y debe po¬der expresarlo. Pero también tiene que aprender.
Desde hace mucho tiempo, la educación ha descuidado la personalidad del niño. Había que pasar a cada uno por el único molde, que todos aprendieran las mismas cosas, al mismo tiempo y de la misma manera. El saber estaba por encima de todo. Esta educación tenía su grandeza. Exi-gente y rigurosa, tiraba para arriba, llevaba a superarse a pesar de cada uno
La exigencia y el rigor de esta educación constituyeron un importante factor de promoción social. Sin embargo, muchos niños sufrieron y se vieron excluidos de sus beneficios. Y no era porque les faltase talento, ni porque fuesen incapaces de aprender y comprender, sino porque su sensibilidad, su inteligencia, su carácter no se encontraban a gusto en el molde único que se quería imponer a todos.
Por una especie de reacción, después de varios decenios, la personalidad del niño se ha puesto en el centro de la educación en lugar del saber.
Conceder más importancia a lo que el niño tiene de particular, a lo que ayuda a manifestar su personalidad, su carácter, su psicología, era necesario y saludable. Era importante que todos estuvieran en condiciones de sacar la mejor parte de sí mismos, de desarrollar sus puntos fuertes, de corregir los débiles. Pero, a fuerza de valorar la espontaneidad, de tener demasiado miedo de contradecir la personalidad, de no ver la educación más que a través del prisma de la psicología, hemos caído en el exceso contrario. Ya no nos dedicamos a enseñar.
Antes en la educación había sin duda demasiada “cultura” y poca “natura”. Ahora, hay tal vez demasiada “natura” y más bien poca “cultura”. Antes se valoraba demasiado la transmisión del saber y de los valores. Ahora, por el contrario, no se la valora en absoluto.
La autoridad de los maestros se encuentra quebrantada. La de los padres y las instituciones también.
La cultura común que se transmitía de generación en generación, enriquecida por la aportación de cada una de ellas, se ha pulverizado hasta el punto de que es más difícil hablar y comprenderse.
El fracaso escolar ha alcanzado niveles que ya no son aceptables.
La desigualdad ante el saber y la cultura ha aumentado, al mismo tiempo que la sociedad del conocimiento imponía en cualquier parte del mundo su lógica, sus criterios, sus exigencias. Las posibilidades de promoción social de los niños cuyas familias no pueden enseñar lo que la escuela ya no enseña se han reducido.
Por tanto, sería vano intentar resucitar una edad de oro de la educación, de la cultura, del saber, que nunca ha existido.
No reharemos la escuela de
Lo que debemos hacer es poner los principios de la educación del siglo XXI que no se pueden satisfacer con los principios de ayer y mucho menos de antes de ayer.
¿Qué queremos que sean nuestros niños? Mujeres y hombres libres, curiosos de lo que es bello y de lo que es grande, teniendo buen corazón y espíritu, capaces de amar, de pensar por ellos mismos, de ir hacia los demás, de abrírseles, capaces también de adquirir un oficio y de vivir de su trabajo.
Nuestra tarea no consiste en ayudar a nuestros niños que permanezcan niños, ni siquiera que se hagan niños grandes, sino en ayudarles a hacerse adultos, a hacerse ciudadanos. Todos somos educadores.
Educar es difícil. A menudo hay que recomenzar para llegar a la meta. Nunca hay que desanimarse. Jamás tener miedo de insistir. Hay en cada niño un potencial que debe ser explotado. Cada niño tiene una forma de inteligencia que debe ser desarrollada. Hay que buscarlos. Hay que comprenderlos. Lo mismo que es una exigencia frente al niño, la educación es una exigencia del educador frente a sí mismo.
El fin no es contentarse con un mínimo fijado de antemano, ni sumergir al niño bajo un flujo de conocimientos demasiado numerosos para que se halle en situación de dominar alguno. El fin es esforzarse por dar a cada uno la máxima educación que puede recibir empujándoles lo más lejos posible en su gusto por aprender, en su curiosidad, en su grandeza de espíritu, su sentido del esfuerzo. La estima de sí mismo debe ser el principal resorte de esta educación.
Dar a cada uno de nuestros niños, a cada adolescente de nuestro país la estima de sí mismo, haciéndole descubrir que tiene talentos que lo hacen capaz de cumplir lo que no nunca habría imaginado: tal es, en mi opinión, la filosofía que debe subtender la refundación de nuestro proyecto educativo.
Debemos a nuestros niños el mismo amor y el mismo respeto que esperamos de ellos. Este amor y este respeto que les debemos, exige que nuestras relaciones con ellos no estén impregnadas por ninguna forma de renuncia ni de demagogia. Porque nos gusta y respetamos a nuestros niños, la educación que les damos debe elevarlos y no rebajarlos. Porque nos gusta y respetamos a nuestros niños, no podemos renunciar a educarlos a la primera dificultad que aparezca. Aunque al niño le cueste concentrarse, no aprenda rápidamente o no retenga fácilmente las lecciones, no debe ser privado del tesoro de la educación sin el cual jamás llegará a ser un hombre verdaderamente libre.
Porque amamos y respetamos a nuestros niños, tenemos el deber de enseñarles a ser exigentes consigo mismos. Tenemos el deber de enseñarles que no vale todo, que toda civilización se basa en una jerarquía de valores, que el alumno no es igual que el maestro. Tenemos el deber de enseñarles que nadie puede vivir sin coacción y que no hay libertad sin reglas. ¿Qué educadores seríamos si no enseñamos a nuestros niños a distinguir entre lo que está bien y lo que está mal, entre lo que está permitido y lo que está prohibido? ¿Qué educadores seríamos si no somos capaces de castigar a nuestros niños cuando cometen una falta? El niño se reafirma diciendo no. No le prestamos ningún servicio diciéndole siempre que sí. El sentimiento de impunidad es una catástrofe para el niño que desafía sin cesar los límites que le impone el mundo de los adultos. No educamos a un niño dejándole creer que todo le está permitido, que sólo tiene derechos y ningún deber. No le educamos dejándole creer que la vida es sólo un juego o que se le dispensa de aprender los conocimientos del mundo. Las tecnologías de la información deben estar en el centro de la reflexión sobre la educación del siglo XXI. Pero no hay que perder de vista que la relación humana entre el educador y el niño es esencial y que la educación debe también inculcar al niño el gusto por el esfuerzo, hacerle descubrir como una recompensa la alegría de comprender después del largo esfuerzo del pensamiento.
Recompensar el mérito, sancionar la falta, cultivar la admiración por lo que está bien, por lo que es justo, por lo que es bello, por lo que es grande, por lo que es verdadero, por lo que es profundo; y detestar lo que es malo, lo que es injusto, lo que es feo, lo que es pequeño, lo que es mentiroso, lo que es superficial, lo que es mediocre, he aquí cómo el educador presta servicio al niño que tiene a su cargo y cómo le expresa mejor el amor y el respeto que le tiene.
El respeto, justamente, debería ser el fundamento de toda educación. Respeto del profesor al alumno, de los padres al niño, respeto del alumno al profesor, del niño para sus padres, respeto de otros y respeto de sí mismo: he aquí lo que la educación debe producir. Si no ya no hay respeto en nuestra sociedad es sobre todo -estoy convencido- un problema educativo.
Deseo que reconstruyamos una educación del respeto, una escuela del respeto. Deseo que nuestros niños aprendan la cortesía, la grandeza de espíritu, la tolerancia, que son formas de respeto.
Deseo que los alumnos se descubran cuando están en la escuela y que se levanten cuando el profesor entra en clase, porque es una señal de respeto.
Deseo que se cada uno aprenda a respetar el punto de vista que no es el suyo, la convicción que no comparte, la creencia que le es extraña, para que entienda hasta qué punto la diferencia, la contradicción, la crítica lejos de ser obstáculos para su libertad, son, por el contrario, fuentes de enriquecimiento personal.
Ver alteradas sus costumbres de pensamiento, sus certezas, verse obligado a ir hacia el otro, a abrirse a sus argumentos, a sus sentimientos, a tomarlo en serio, es un acicate a preguntarse por sus propias convicciones, sus propios valores, a ir a las causas, a esforzarse a sí mismo; en definitiva, a superarse. Es la razón para la cual debemos conservar, aunque haya que renovarlo, nuestro modelo de escuela republicana que abraza todos los orígenes, todas las clases sociales, todas creencias, y que se impone permanecer neutro frente a las convicciones religiosas, filosóficas o políticas de cada uno, respetándolas a todas. Este modelo se ha debilitado, sus principios ya no son respetados lo suficiente. Si deseo ir progresivamente hacia la supresión de la carta escolar, es precisamente para que haya menos segregación.
Si deseo reformar el colegio único, es para que cada uno pueda encontrar su sitio, para que las diferencias de ritmos, de sensibilidades, de caracteres, de formas de inteligencia sean más tenidas en cuenta, para que cada uno tenga más posibilidades de éxito.
Si deseo que los niños minusválidos puedan ser escolarizados como los demás niños, no es para hacer felices a esos niños minusválidos, sino también para que los demás niños se enriquezcan de esa diferencia.
Si quiero que la escuela, sobre todo, sea laica, es porque la laicidad es -en mi opinión- un principio de respeto mutuo que abre un espacio de diálogo y de paz entre las religiones, y es el medio más seguro para luchar contra la tentación del fundamentalismo religioso. A riesgo de la confrontación religiosa que abriría camino a un choque de civilizaciones, ¿qué tenemos mejor que ofrecer algunos grandes valores universales y la laicidad? Por eso, estoy convencido de que no hay que dejar el hecho religioso en la puerta de la escuela. El génesis de las grandes religiones, sus visiones del hombre y del mundo deben ser estudiadas, no, por supuesto, en un espíritu de proselitismo, ni en el marco de un enfoque teológico, sino en el de un análisis sociológico, cultural e histórico que permita comprender mejor la naturaleza del hecho religioso. Lo espiritual, lo sagrado acompañan desde la eternidad la aventura humana. Están en las fuentes de todas las civilizaciones. Y nos abrimos más fácilmente a otros, dialogamos más fácilmente con ellos cuando les comprendemos.
Pero aprender las diferencias no debe llevar a descuidar la participación en una cultura común, en una identidad colectiva, en una moral participada. Educar es despertar la conciencia individual y elevarla escalonadamente hasta la conciencia universal; es hacer que cada uno se sienta una persona única y al mismo tiempo parte de toda la humanidad. Entre los dos hay algo esencial que ninguna educación puede obviar. Entre la conciencia individual y la conciencia universal hay, para nosotros franceses, una conciencia nacional y una conciencia europea.
Entre la conciencia de la pertenencia al género humano y la conciencia de un destino individual, la educación debe también despertar conciencias cívicas, formar ciudadanos. Nuestros niños nunca serán ciudadanos del mundo si no somos capaces de hacerlos ciudadanos franceses y ciudadanos europeos.
La familia desempeña por supuesto un papel esencial en la transmisión de la identidad nacional. Pero la escuela es el crisol. Hablando de escuela, no pienso sólo en la instrucción cívica, cuya enseñanza debe tener un lugar de primer plano en la escuela primaria, en la secundaria y en el bachillerato. No pienso sólo en la transmisión de valores morales, como los derechos del hombre, la igualdad del hombre y de la mujer o la laicidad, que están en el corazón de nuestra identidad. Pienso también en los valores intelectuales, en un modo de pensar, de reflexionar, que nos es propio. Pienso en esta tradición francesa del pensamiento claro, en esta inclinación tan francesa por la razón universal que está en nuestra filosofía, en nuestra ciencia, y que también está en nuestra lengua, en nuestra literatura, en nuestro arte.
Frente a la amenaza del “aplanamiento” del mundo, nuestro deber es promover la diversidad cultural. Este deber nos impone defender primero nuestra propia identidad, sacar lo mejor de nuestra tradición intelectual, moral y artística y transmitirlo a nuestros hijos para que lo mantengan vivo para todos los hombres. Porque la herencia de todas las culturas, de todas las civilizaciones pertenece a toda la humanidad. Nosotros mismos somos herederos de todas las conquistas, de todas creaciones del espíritu humano. Somos los herederos de todas las grandes civilizaciones que contribuyeron a la fecundación recíproca de las culturas que está engendrando la primera civilización planetaria.
Abrir a nuestros niños a lo universal, al diálogo de las culturas, no es una negación de lo que somos. Es un cumplimiento. Francia siempre puso el universalismo en el corazón de su pensamiento y en el corazón de sus valores. Desde siempre, Francia se ha visto la heredera de todas las culturas que en el mundo aportaron su contribución a la idea de humanidad.
Debemos volver a poner la cultura general en el centro de nuestra ambición educativa. Naturalmente, el horizonte de esta cultura general no debe ser una acumulación infinita de conocimientos, sino un saber reflejado, ordenado y dominado. No hay que buscar la minuciosidad ni la cantidad, sino referirse a lo esencial y a la calidad, poner en contacto los diferentes campos de la inteligencia humana para permitir a cada niño y a cada adolescente construir su propia visión del mundo. Por primera vez en la historia los niños saben muchas cosas que sus padres no saben. Pero hay que estructurar este saber en forma de cultura, iluminarlo con toda la herencia de la sabiduría y de la inteligencia humanas.
No hay que tabicar, aislar, oponer las diferentes formas de saber. La enseñanza por disciplinas debe permanecer porque cada una tiene su propia lógica, y porque es el único medio de profundizar en las cosas. Pero hay que completarlo con una visión de conjunto, con una perspectiva de cada disciplina con relación a todas las demás. Por encima de las categorías tradicionales del conocimiento, estoy convencido de que debemos tejer ahora la trama de un nuevo saber, un fruto de la combinación, de la mezcla, de la fecundación recíproca de las disciplinas.
No estoy por el manual único. No estoy por la globalización del saber que lleva a la confusión. Pero creo que la interdisciplinariedad debe encontrar su sitio en nuestra enseñanza porque el futuro está en el mestizaje del saber, de las culturas, de los puntos de vista. Creo que ahí se encuentra una de las claves de nuestro Renacimiento intelectual, moral y artístico. La cultura general debe ser una preocupación constante. Y cuando nuestros niños aprenden lenguas extranjeras -y deseo que estudien obligatoriamente por lo menos dos, además del francés-, hace falta que esta enseñanza sea también un aprendizaje de cultura y de civilización. Deseo que nuestros hijos aprendan las lenguas a través de la literatura, el teatro, la poesía, la filosofía, la ciencia.
Afirmar la importancia de la cultura general en la educación allí donde tanto retrocedió por una especialización a menudo excesiva y demasiado precoz, es afirmar simplemente que el sabio, el ingeniero y el técnico no debe ser un inculto en literatura, en arte, en filosofía y que el escritor, el artista y el filósofo no debe ser un inculto en ciencia, en técnica, en matemáticas.
La idea de que el que se dedique a las ciencias no tiene nada que hacer en poesía, teatro o filosofía es una idea que encuentro absurda. La idea de que el niño de familia modesta, que nació en uno de estos barrios difíciles llenos de inadaptados, el hijo o la chica del empleado, del obrero no necesita saber nada de las grandes obras del espíritu humano, que no es capaz de apreciarlas, que enseñarle a leer, escribir y contar es más que suficiente, es para mí una de las señales más grandes del desprecio.
Si tantos adolescentes no logran expresar lo que sienten, tantos jóvenes de nuestro país ya no logran expresar sus emociones, sus sentimientos, a compartirlos, a encontrar palabras de amor o de dolor, si muchos de ellos no logran expresarse más que por la agresividad, por la brutalidad, por la violencia, es posible que sea porque no se les inició ni en la literatura, ni en la poesía, ni en ninguna de las formas del arte que saben expresar lo más emocionante, lo más patético, lo más trágico que el hombre tiene dentro de sí.
En la época del vídeo, del portátil, de internet, de la comunicación inmediata, nuestros hijos no necesitan menos cultura general sino más. Necesitan más capacidad de análisis, espíritu crítico, indicaciones. Cuantos más conocimientos produce el mundo, más información, más técnica, más fuerte es la exigencia de cultura para el que quiere ser libre, dominar su destino. En el mundo tal como es, con sus solicitudes cada vez más numerosas y atosigantes, nuestros hijos necesitan más humanismo y más ciencia. Sobre estos dos terrenos, hemos cedido demasiado.
A rebufo de nuestras tradiciones intelectuales, la cultura humanista languidece y la cultura científica retrocede. Debemos combatir en ambos frentes, dar a los niños cuanto antes el gusto por la lectura, el arte y la ciencia. Pero debemos revisar nuestro modo de enseñar. Durante demasiado tiempo, se permitió en nuestra educación la pasividad del niño que recibe el saber. Sin duda, se ha criticado demasiado el aprender las cosas de memoria, que tiene su utilidad precisamente para entrenar la memoria. ¿Y quién puede quejarse de haber grabado en su memoria algunas fábulas de Fontaine o algún verso de Verlaine o de haber aprendido a orientarse en la cronología de la historia de Francia o en la geografía del mundo, de haber recitado las tablas de multiplicar y las fórmulas usuales de la aritmética y de la geometría? Pero la cultura verdadera exige más que recitar de memoria. Se instala en profundidad sólo a través del despertar de la conciencia, de la inteligencia, de la curiosidad. Hay que hacer al niño interrogarse, reflexionar, tomar distancia, reaccionar, dudar y descubrir las verdades que le servirán durante toda su vida.
Nuestra educación debe volverse menos pasiva, mecánica. Debe también reducir el lugar excesivo que se da demasiado a menudo a la doctrina, a la teoría, a la abstracción ante las que muchas inteligencias se hartan y se cierran. Debemos dejar más espacio a la observación, a la experimentación, a la representación, a la aplicación.
Estoy convencido que de este modo se interesará a un mayor número de niños y que el fracaso escolar se reducirá. Esto vale tanto para las ciencias, como para las humanidades o para las artes. Para que el saber sea más vivo, más concreto, hay que abrir el mundo de la educación a otros mundos, al de la cultura, el arte, la investigación, la técnica y, por supuesto, al mundo de la empresa que será donde la gran mayoría de nuestros hijos vivirán un día su vida de adultos.
Hace falta que nuestros hijos traten con escritores, artistas, investigadores, artesanos, ingenieros, empresarios que les harán compartir su amor por la belleza, la verdad, el descubrimiento, la creación. Hay que tender lazos entre las instituciones culturales, los centros de investigación, el mundo de la edición, las empresas y las escuelas, los colegios, los institutos.
No hace falta que los niños se queden encerrados en la clase. Desde muy temprano, deben ir a los teatros, museos, bibliotecas, laboratorios, talleres. Desde pequeños deben entrar en contacto con las bellezas de la naturaleza y ser iniciados en sus misterios. Es en el bosque, en el campo, en la montaña o en la playa dónde las lecciones de física, geología, biología, geografía, historia e incluso poesía, tendrán a menudo más alcance, más significado. Hay que enseñar a nuestros niños a mirar tanto la obra maestra del artista como la de la naturaleza. No hay que dudar en ponerlos en contacto con las grandes obras del espíritu humano y con aquellos que las mantienen vivas.
No todos nuestros hijos serán músicos, poetas, científicos, ingenieros o artistas. Pero al niño que no vaya a ser músico, no hay que renunciar a darle el gusto por la música. Ni al niño que no sea poeta, el amor por la poesía. Ni al que no sea investigador, el gusto por el rigor científico y la pasión de investigar. Ni al niño que no vaya a ser artesano, el amor por el trabajo bien hecho, por el gesto generoso, por la técnica consumada.
Esto vale para todos los niños y adolescentes, cualesquiera que sean sus orígenes, su medio social, sean alumnos de enseñanza general o de formación profesional. Porque otro de los defectos de nuestra educación tradicional es oponer lo manual a lo intelectual. Cerrazón absurda que hay que romper para que las salidas profesionales sean reconocidas como salidas excelentes con el mismo título que las otras.
Todavía hay otra oposición que debemos superar: la del cuerpo y el espíritu. La educación es un todo. Debe ser tanto teórica como práctica, tanto intelectual como física, tanto artística como deportiva. El lugar para el deporte es aún insuficiente. El niño necesita superarse. Y el deporte es también una escuela de respeto hacia los demás, de respeto a las normas, de lealtad y superación. Creo en el valor educativo del deporte. No sólo el deporte debe tener más importancia de la escuela, sino que hace falta también que el mundo del deporte y el de la educación se abran más el uno al otro, que las instituciones deportivas y educativas estrechen más sus lazos, que entre deportistas y profesores se establezca más cooperación para el bien de nuestros hijos.
Comprendedme bien, no es mi intención cargar más los horarios de enseñanza, que son ya demasiado pesados. No se trata de añadir más enseñanzas nuevas a una lista que ya es demasiado larga. Por el contrario, en mi opinión, se trata de devolver a nuestros hijos tiempo para vivir, para respirar, para asimilar lo que se les enseña.
Debemos recuperar la coherencia del proyecto educativo. Naturalmente pasa por vuelta a los planes y programas escolares que se hizo necesaria después de décadas cuando la escuela se encontró frente a una masa creciente de exigencias contradictorias y con tensiones y previsiones cada vez más fuertes, a medida que la cohesión social se volvía más frágil. Encontrar una coherencia dentro de cada disciplina, también entre ellas, y con las expectativas de la sociedad, encontrar un hilo conductor en la educación, fijarle principios, objetivos, criterios simples. Esto es lo primero que hay que hacer. A la vez, debemos elevar el nivel de exigencia, no en cantidad sino en calidad.
En vez de poner una “brutal” selectividad para entrar en la universidad, que sería una solución maltusiana, debemos elevar progresivamente el nivel de exigencia en la escuela primaria, luego en secundaria y en bachillerato. Ninguno debería pasar a secundaria si no demuestra ser capaz de seguir la enseñanza primaria. Nadie debería pasar al bachillerato si no da pruebas de ser capaz de seguir la enseñanza secundaria, y el bachillerato debe servir para probar la capacidad de seguir una enseñanza superior. Será un trabajo largo que irá de la reconstrucción de la escuela primaria a la del bachillerato. Pero es vital para el futuro de nuestra juventud y, por tanto, de nuestro país.
Dar el máximo a cada uno en lugar de contentarse con dar el mínimo a todos. Así es cómo deseo que tomemos en lo sucesivo el problema de la educación y particularmente el de la escuela.
Esta refundación de nuestra educación no podrá cumplirse sino no es con la participación de todos los educadores. Sólo la voluntad política no basta. Por eso me dirijo a vosotros.
Cuando digo "a todos los educadores ", quiero decir que la meta no se alcanzará solamente con la ayuda de los profesores o sólo con la ayuda de los padres. Debe ser la obra común de todos los educadores que trabajan juntos.
Para que tengamos éxito hace falta que cada uno de vosotros se comprometa a trabajar con los demás. Entre el padre, la madre, el profesor, el juez, el policía, el educador social y todos los que están en contacto con el niño en el medio deportivo, cultural y asociativo, el interés del niño debe estar encima de cualquier otra consideración. Debe reinar la confianza, la cooperación, el intercambio, el espíritu de responsabilidad. Cada uno debe pasar por encima sus prevenciones o sus a priori para cu-plir su deber, que es preparar al niño para hacerse adulto.
Padres, vosotros sois los primeros educadores. Sé lo difícil que es esto cuando el paro amenaza, cuando la familia se recompone, cuando el padre o la madre se encuentran solos para cuidar a sus hijos. Sé lo pesada que puede ser la vida. Quiero deciros que estaréis sostenidos, que seréis ayudados cada vez que lo necesitéis para educar a vuestros hijos, desde los más jóvenes, y que para mí la política familiar forma totalmente parte del proyecto educativo.
Quiero deciros que el derecho a la guardería y al maternal serán una prioridad para mí durante los cinco próximos años, y estoy decidido a procurar que ningún niño quede suelto al terminar las clases, para que los padres puedan terminar su día de trabajo sin experimentar la angustia de saber si su hijo o su hija están sin vigilancia, sin atención. En lo sucesivo, los deberes se harán en la escuela, en estudios vigilados, y para los buenos alumnos de familias más modestas que no pueden ofrecer a sus hijos un marco propicio al estudio, serán creados internados de excelencia.
Seréis ayudados en vuestra tarea. Pero tenéis deberes ante los niños. Debéis dar ejemplo. Pero tenéis la responsabilidad de procurar que el niño vaya a la escuela, inculcarle el respeto de las leyes y de la cortesía, controlar que hacen los deberes. Si los dejáis faltar a clase, si los abandonáis a su suerte, entonces es normal que la sociedad os pida cuentas, que vuestra responsabilidad sea puesta en duda, que las ayudas que se os conceden puedan quedar bajo tutela.
Profesores, maestros, también tenéis derecho al respeto, a la estima. Vuestra tarea es capital. A menudo habéis hecho largos estudios. Debéis dar muestras de inteligencia, de paciencia, de psicología, de competencia. Sé hasta qué punto el oficio maravilloso de enseñar es exigente, hasta qué punto os obliga a dar a mucho de vosotros mismos, hasta qué punto también se ha hecho difícil y a veces ingrato desde que la violencia entró en la escuela. Soy consciente de que vuestro estatuto social, vuestro poder adquisitivo, se han degradado a medida que vuestra tarea se volvía más pesada, vuestras condiciones de trabajo más agotadoras.
Antaño el maestro de escuela, el profesor tenían un puesto reconocido en la sociedad porque
Podréis escoger la pedagogía que os parezca la mejor adaptada a vuestros alumnos, porque creo que hay que confiar en los profesores, en su capacidad de juicio, porque están mejor capacitados para decidir lo que es bueno para sus alumnos. Los establecimientos en los que enseñaréis tendrán más autonomía en la elección de proyecto, de organización. La norma será siempre la evaluación, y los medios serán repartidos con arreglo a los resultados y a las dificultades que encuentren los alumnos.
La readaptación de los que después de haber enseñado mucho tiempo experimenten la necesidad de cambiar de oficio y hacer valer de otro modo sus habilidades, su saber, será facilitada sea dentro del sector público o fuera. Y a la inversa, los que después de haber adquirido en otro lugar una experiencia desean dedicarse a la enseñanza serán mejor acogidos que hoy. En la educación nacional, como en toda función pública, la rigidez de los estatutos debe abrirse para permitir que circulen los hombres, las ideas, las habilidades.
Deseo hacer de la revalorización del oficio de profesor una de las prioridades de mi quinquenio, porque es el corolario de la renovación de la escuela y de la refundación de nuestra educación. Pero profesores, maestros y padres deben ser ejemplares. Ejemplares por vuestro comportamiento, por vuestra postura, por vuestro rigor, por vuestro espíritu de justicia, por vuestra implicación. Ejemplares también por vuestra capacidad para que prevalezca la autoridad del maestro, por vuestra preocupación en recompensar el mérito y sancionar la falta.
En la escuela que llamo de mis deseos, la prioridad será concedida a la calidad sobre la cantidad, habrá menos de horas de clase, los medios serán mejor empleados porque la autonomía permitirá administrarlos según las necesidades, los maestros y profesores serán menos numerosos. Pero esto será la consecuencia de la reforma de la escuela y no la meta de ésta. Y me comprometo a que los medios que sean utilizados así sean vueltos para invertir en educación y en la revalorización de las carreras. Se trata de ser más eficaz, no de racionar. Y se trata de ser eficaz no sólo para alcanzar un objetivo económico, no sólo para que mañana nuestra economía disponga de una mano de obra bien formada, sino también, y sobre todo, para que nuestros niños sean portadores de valores de civilización, para que una idea cierta de la civilización continúe viviendo en ellos.
Sé que cada uno de vosotros sabe la importancia del desafío que tenemos por delante. Cada uno comprende que la revolución del saber que tenemos ante los ojos no nos deja tiempo ni para pensar en el mismo sentido de la palabra educación. Cada uno es conciente de que frente a la dureza de las relaciones sociales, frente a la angustia ante un futuro cada vez más amenazante, el mundo necesita un nuevo Renacimiento, que vendrá sólo gracias a la educación. A nosotros nos toca retomar el hilo que va desde el humanismo del Renacimiento hasta la escuela de Julio Ferry, pasando por el proyecto de las Luces.
El tiempo de la refundación ha llegado. A esta refundación os invito. La lograremos juntos. Ya hemos tardado demasiado.
Nicolás Sarkozy Presidente de
-------------------
At domingo, 07 octubre, 2007
Matías Rivadeneira
Muy bueno! Zarkozy una vez más nos da muestras de por qué tiene todo a su favor para entrar a los grandes de la historia.
Sin embargo, Francia es Francia y Chile es Chile. Indudablemente el discurso debe ser leído en estas latitudes "con beneficio de inventario", reconociendo las innegables diferencias culturales entre ambas naciones.
Destacable sobre todo que vuelva a abrir la puerta de las escuelas a la religión y que destaque el rol de los padres y su responsabilidad en el proceso formativo de los alumnos.
Ojalá que se aprecien acá sus latigazos contra las extensas jornadas y los programas de estudios que intentan abarcar todo (realidad que también se da en nuestro país).
Salu2
Hola, es mi primera por aca.Me llamó la atención tu post. Yo, después de leer algo sobre esta carta en EL Mercurio, también estuve con ganas de citarlo en mi blog.Y es que este Sarkozy se las tráe.
Personalmente me gusta mucho.
Siento que refleja el querer de la gente común y corriente y lo pone en la palestra en forma ejecutiva.
Es un hacedor.
Buen lunes
No hay comentarios:
Publicar un comentario