CÓMO ESTÁ EL PATIO
El trinque discriminatorio en los programas de Igualdad
Por Pablo Molina
Las administraciones públicas se han tomado muy en serio la igualdad entre los sexos, que ya no son dos, sino un abanico inacabable en el que tienen cabida las variantes más imaginativas.
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Pero, dejando al margen las opciones sexuales heterodoxas, que ya gozan de su particular tratamiento presupuestario vía subvención, los políticos están centrados en que los hombres y las mujeres seamos iguales, imposible metafísico que a cambio permite trincar enormes cantidades de los impuestos que pagamos entre todos, hombres y mujeres, pues en eso sí que los españoles observamos una exquisita igualdad.
El que hombres y mujeres tengamos que ser iguales en todos los aspectos de nuestra existencia es una premisa ideológica –como siempre patrocinada por la izquierda y compartida con alborozo por el centrismo– que los políticos han decidido exigir a la sociedad; por más que insistan en ello, no es un imperativo genético o sociológico al que las personas tendamos de forma natural.
También en el terreno laboral hay diferencias notables, no ya entre hombres y mujeres, sino entre individuos, sean o no del mismo sexo, y resulta difícil creer que a base de coacciones institucionales o de premios corruptores por la vía del presupuesto todos vayamos a convertirnos un día en artefactos mecánicos persiguiendo fines idénticos.
No obstante, como de lo que se trata es de gastar, porque de otra forma los políticos no pueden justificar su tren de vida, las administraciones públicas siguen volcados en el objetivo igualitario, a despecho de otras necesidades más acuciantes que sí tienen que ver con el bienestar general del pueblo soberano.
En el caso de las autonomías, toda consejería de igualdad que se precie utiliza dos herramientas básicas para imponer su criterio a la sociedad en ese delicado terreno: la propaganda institucional y la subvención directa a los más avispados.
El dinero público que las administraciones igualadoras emplean en hacer campañas mediáticas a favor de la igualdad les ha llevado a convertirse en los principales clientes de las centrales de medios de comunicación. Pero no sólo se trata de financiar con nuestro dinero ridículos anuncios televisivos o faldones periodísticos absurdos. En el feracísimo campo de la propaganda surgen todo tipo de brotes, a poco que el estiércol presupuestario cumpla su función.
Por ejemplo, actualmente los españoles financiamos con nuestro dinero miles de conferencias, seminarios, congresos, cursos, encuentros, exposiciones yprogramas de todo tipo, a través de los cuales las asociaciones sin fin de lucromás o menos feministas trincan millones de euros en forma de subvención. No hay taller de promoción de la mujer rural (sic) o ciclo de debates sobre la discriminación de la mujer en la historia que no esté profusamente financiado por la administración correspondiente. En ocasiones se da la circunstancia de que una misma entidad es capaz de trincar simultáneamente varias subvenciones de organismos distintos para un fin idéntico, aunque resulte necesario disimular un poco y por ello se cambie la denominación del magno evento en la documentación correspondiente.
¿Son las mujeres españolas más felices tras este enorme esfuerzo presupuestario? Hombre, pues las que dirigen esas asociaciones sin fin de lucro... desde luego que sí. Las demás, las que pagan impuestos... probablemente un poco menos; pero, como ocurre siempre, las élites son las primeras en disfrutar de los beneficios que sus acciones persiguen, presuntamente con fines generalistas.
Lo último en materia de igualdad es subvencionar a los hombres para que pasen más tiempo en el hogar. Se trata de subvenciones directas, es decir, de un trinque inmediato que el político pone en el bolsillo del macho igualitario a cambio de que reduzca su jornada laboral mientras sus hijos son pequeños. Otra cosa es que ese tiempo libre, que los demás le pagamos para que sus ingresos mensuales no se vean mermados por su recién nacida conciencia feminista, lo dedique a la crianza de los chiquillos o a las tareas hogareñas, pero a efectos de trincar la pasta con la intención es suficiente.
Al final, la única igualdad que vamos a alcanzar después de tanta ingeniería social es la económica. Todos igual de pobres. Y de progres. Vaya una cosa por la otra.
El que hombres y mujeres tengamos que ser iguales en todos los aspectos de nuestra existencia es una premisa ideológica –como siempre patrocinada por la izquierda y compartida con alborozo por el centrismo– que los políticos han decidido exigir a la sociedad; por más que insistan en ello, no es un imperativo genético o sociológico al que las personas tendamos de forma natural.
También en el terreno laboral hay diferencias notables, no ya entre hombres y mujeres, sino entre individuos, sean o no del mismo sexo, y resulta difícil creer que a base de coacciones institucionales o de premios corruptores por la vía del presupuesto todos vayamos a convertirnos un día en artefactos mecánicos persiguiendo fines idénticos.
No obstante, como de lo que se trata es de gastar, porque de otra forma los políticos no pueden justificar su tren de vida, las administraciones públicas siguen volcados en el objetivo igualitario, a despecho de otras necesidades más acuciantes que sí tienen que ver con el bienestar general del pueblo soberano.
En el caso de las autonomías, toda consejería de igualdad que se precie utiliza dos herramientas básicas para imponer su criterio a la sociedad en ese delicado terreno: la propaganda institucional y la subvención directa a los más avispados.
El dinero público que las administraciones igualadoras emplean en hacer campañas mediáticas a favor de la igualdad les ha llevado a convertirse en los principales clientes de las centrales de medios de comunicación. Pero no sólo se trata de financiar con nuestro dinero ridículos anuncios televisivos o faldones periodísticos absurdos. En el feracísimo campo de la propaganda surgen todo tipo de brotes, a poco que el estiércol presupuestario cumpla su función.
Por ejemplo, actualmente los españoles financiamos con nuestro dinero miles de conferencias, seminarios, congresos, cursos, encuentros, exposiciones yprogramas de todo tipo, a través de los cuales las asociaciones sin fin de lucromás o menos feministas trincan millones de euros en forma de subvención. No hay taller de promoción de la mujer rural (sic) o ciclo de debates sobre la discriminación de la mujer en la historia que no esté profusamente financiado por la administración correspondiente. En ocasiones se da la circunstancia de que una misma entidad es capaz de trincar simultáneamente varias subvenciones de organismos distintos para un fin idéntico, aunque resulte necesario disimular un poco y por ello se cambie la denominación del magno evento en la documentación correspondiente.
¿Son las mujeres españolas más felices tras este enorme esfuerzo presupuestario? Hombre, pues las que dirigen esas asociaciones sin fin de lucro... desde luego que sí. Las demás, las que pagan impuestos... probablemente un poco menos; pero, como ocurre siempre, las élites son las primeras en disfrutar de los beneficios que sus acciones persiguen, presuntamente con fines generalistas.
Lo último en materia de igualdad es subvencionar a los hombres para que pasen más tiempo en el hogar. Se trata de subvenciones directas, es decir, de un trinque inmediato que el político pone en el bolsillo del macho igualitario a cambio de que reduzca su jornada laboral mientras sus hijos son pequeños. Otra cosa es que ese tiempo libre, que los demás le pagamos para que sus ingresos mensuales no se vean mermados por su recién nacida conciencia feminista, lo dedique a la crianza de los chiquillos o a las tareas hogareñas, pero a efectos de trincar la pasta con la intención es suficiente.
Al final, la única igualdad que vamos a alcanzar después de tanta ingeniería social es la económica. Todos igual de pobres. Y de progres. Vaya una cosa por la otra.
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