Testimonio de un militar superviviente de la Cárcel Modelo
(Del libro: ‘Paracuellos de Jarama’, de D.Carlos Fernández. Edit. Argos Vergara. 1983)
Un militar de alta graduación (hoy retirado) procedente del arma de Artillería y superviviente de las matanzas de la cárcel Modelo, accedió a contarme sus vivencias de aquellos meses a cambio de que silencie su nombre.
Ésta es su narración:
“Ingresé en la cárcel Modelo a primeros de agosto de 1936. Yo tenía la graduación de capitán de Artillería, pero estaba retirado por la Ley de Azaña y prestaba mi colaboración en una industria privada, ya que también poseía el título de ingeniero industrial, como la mayor parte de los artilleros de aquel tiempo.
Precisamente cuando me fueron a detener, preguntaron al portero si el señor ese que figuraba en el buzón como ingeniero industrial había sido militar. El portero -supongo que inocentemente- les dijo que sí y acabé en la primera galería de la cárcel Modelo.
A los militares nos habían alojado en la misma galería. Yo calculé que debíamos ser más de mil. Allí me encontré con muchos compañeros a los que no veía desde hacía años, algunos desde la guerra de Marruecos. En todos ellos, veía la tristeza de una muerte que se imaginaba próxima. El razonamiento más generalizado era que si los nacionales se acercaban a Madrid, antes que pasásemos a engrosar las filas de su Ejército, nos mataban a todos. “Tú crees que serán capaces de matar a más de mil militares”, me decía un comandante de Estado Mayor. “Yo creo que no”, le decía a modo de consuelo, aunque tuviese serias dudas de ello.
El trato, excepto el que nos daban los funcionarios del Cuerpo de Prisiones (que fueron reduciéndose cada vez más) era malo. En los milicianos se notaba bien claro el odio en sus miradas, en sus gestos, cuando se hacía el reparto de la comida o el recuento, en las llamadas a prevención. Parece como si nos quisieran decir: “sois carne de paredón”.
El único militar al que vi que tratasen con cierto respeto era el teniente coronel Muñoz Grandes. Yo no sé si es porque iba vestido como un miliciano (con una especie de mono y unas sandalias) o porque había sido inspector de los Guardias de Asalto y se habían hecho públicas muchas anécdotas de su campechanía, pero el caso es que le miraban con respeto.
A partir de mediados de agosto, comenzaron a producirse revistas, inspecciones, cacheos, etc., por parte de brigadas de milicianos que -decían ellos- venían a controlar mejor a los presos. Comenzaron, también, a dar mítines a los comunes, a prevenirlos contra nosotros, los “fascistas”, a que nos delatasen si veían cualquier movimiento sospechoso.
Y así se llegó al día 22, primer ensayo de matanza indiscriminada. El motivo fue un misterioso incendio en la segunda galería, que decían había sido provocado por nosotros. Simultáneamente con éste -que se demostraría fue obra de los presos comunes -comenzaron a disparar desde diversos sitios sobre el patio de la primera galería, produciendo numerosos muertos. Yo veo todo esto cuerpo a tierra con un comandante de Caballería al que por poco matan cuando se intentó levantar para acompañar al general Capaz, que estaba dando órdenes- como si estuviese en el desembarco de Ifni -para mantener la serenidad en aquel caos.
Luego, como si estuviese sincopado, se abren las puertas y entra una oleada de milicianos para mantener mejor el orden -para rematarnos mejor, pensamos nosotros-. Nos enteramos que han ido a la galería de políticos y que han comenzado a seleccionar. Que se llevan a don Melquíades (Álvarez), a varios ex-ministros (¡de la República!), al diputado Albiñana. Que vienen también a por el general Villegas, el almirante Salas... Uno nos señala con gesto desafiante, y revólver al cinto nos dice: “¡conque queríais incendiar la cárcel, eh!” Capaz se resiste a salir y les insulta. Les llama “desgraciados”, “oprobio de la Humanidad”. Dos de ellos se echan encima de él y le atan con las manos a la espalda. Luego se oyen las descargas.
Yo no puedo dormir en varios días. Hay huellas de sangre por todas partes. Dicen que ha habido una manifestación ante la cárcel pidiendo la cabeza de los “fascistas incendiarios”. Un guardián, que dice pertenecer a la FAI, nos señala muy ufano: “No habéis muerto ni cien y en cambio nos matasteis a 20 mil en Badajoz.” Lo que nos espera
A primeros de septiembre parecen apaciguarse los ánimos. Se dice que ha habido protestas del Cuerpo Diplomático, que los propios jerarcas de la República están abochornados... pero siguen llegando militares a la cárcel. Un marino de guerra nos cuenta que en el buque prisión “España número 3”, fondeado en Cartagena, han matado a más de cien jefes y oficiales, entre ellos su hermano.
Y venga a pasar los días dando paseos por el patio, mirando para el cielo a ver si pasan los aviadores nacionales, saber que nuestra vida vale menos que la de un conejo el primer día de apertura de la veda.
Yo siempre había sido monárquico hasta el golpe de Primo de Rivera. Luego, a la vista de cómo éste -con la anuencia o indiferencia del Rey- nos trató a los artilleros, dejé de serlo. No diré que me agradó la llegada de la República pero la consideré como un mal menor. Pedí el retiro con la ley de Azaña para poder dedicarme mejor a mi verdadera vocación de ingeniero. Pero cualquier régimen (monarquía y dictadura incluidas) es mil veces mejor al caos y a la anarquía que se está viviendo en este Madrid republicano. Aquí no se trata de mejorar las condiciones de vida de la clase obrera, que nadie duda había que hacerlo. Aquí de lo que se trata es de abestializarla todavía más de lo que está y querer hacer lo mismo con todos nosotros. Un día me dijo Quintana, comandante de Estado Mayor: “Prefiero mil veces la dictadura de la corbata a la de la alpargata.”
De todos los militares que estábamos en aquel valle de lágrimas, el más trágico -y ya es difícil elegir entre tanta desgracia- era el teniente general Fernández Heredia. “Ustedes creen que yo, habiendo ratificado las sentencias de muerte de Galán y García Hernández cuando era capitán general de Aragón, tengo algunas probabilidades de salir vivo de aquí”, nos decía. Yo le intenté dar ánimos. “No se preocupe, mi general, acuérdese de que la madre de Fermín Galán escribió en los periódicos pidiendo el indulto para el general Sanjurjo cuando un tribunal sumarísimo le condenó a muerte tras su sublevación en agosto del 32.”
Y llegamos a los últimos días de octubre donde tiene lugar un hecho, para mí, providencial. Sin que entonces supiese él por qué, soy trasladado de galería y paso a la de los políticos. Más tarde, al quedar en libertad, conocería la verdad. El director de la empresa donde presté mis servicios como ingeniero cuando estuve retirado por la Ley de Azaña, que tenía un cargo directivo en Izquierda Republicana, requerido por mi mujer que, angustiada, le imploraba hiciese algo por mí, consiguió de un importante funcionario de la Dirección General de Seguridad, hace valer mi profesión de ingeniero industrial y que me cambiasen de galería.
De todas maneras, yo no las tenía todas conmigo y cuando el día 6, por la tarde, se hizo la primera saca de Paracuellos vi que se llevaron a cientos de personas que ni eran militares, ni falangistas, ni políticos de la CEDA o aristócratas. Yo calculé que entre el 6 y el 8 de noviembre, cuando ya oíamos en las afueras el rezumbido de los ataques nacionales se llevaron cerca de 3 mil personas. La razón oficial era el traslado de cárcel. Unos decían que a Alcalá, otros que a Chinchilla, incluso se dijo que a Valencia. La realidad fue que acabaron en unas fosas cavadas previamente en Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz.
La cárcel Modelo, con este sanguinario método, quedó aligerada de personal. Nuestro pánico se mezclaba con la ilusión, cada vez más próxima, de ver al Ejército Nacional luchando ya en el cercano instituto Federico Rubio y en las inmediaciones de lo que hoy es el Arco del Triunfo, pero la situación se mantuvo durante toda la guerra.
La cárcel Modelo, además “comenzó a llenarse de gente nueva”, como los anarquistas de la columna Durruti o grupos de soldados que entraban y salían con pesadas cajas -que parecían municiones- enfermeras, etc. Por un guardián nos enteramos que iban a trasladarnos a otras cárceles de Madrid, como en efecto así sucedió. Y en la amanecida del 17 de noviembre, tronando los cañones por todos los sitios, subimos a unas camionetas rumbo a la cárcel de Porlier (otros iban a San Antón). Cruzamos Madrid por la calle de la Princesa, Gran Vía, Alcalá y general Porlier. Nos alojaron en una galería de la planta baja y nos tuvieron un día entero sin comer.
Durante los días que restaban de noviembre continuaban llevándose a gente por las noches. El día 28 y 30 fueron los de mayor número, así como el 3 de diciembre. Luego, dicen que nombraron a un anarquista como delegado de Prisiones que era muy buena persona y se acabaron las sacas. Yo estuve en Porlier hasta mediados de marzo de 1937 en que me juzgó un Tribunal Popular. A la pregunta de si me había retirado del Ejército por no jurar fidelidad a la República contesté que no, añadiendo que fue porque quería tener tiempo libre para poner en práctica mi título de ingeniero industrial. Unos días más tarde me comunicaron que estaba en libertad. Por si acaso, no salí hasta mediodía del día siguiente. Mi mujer se puso loca de contenta al verme y fue cuando me enteré de la mediación de mi antiguo jefe en la empresa en que colaboraba. Fui a verle para darle las gracias y él me dijo que debía ingresar en el Ejército de la República. Me animó diciéndome que muchos de mis compañeros, ante la escasez de mandos, ya estaban de coroneles. Yo le dije que lo pensaría.
Pero aquello era un caos. Yo no podía tener la seguridad de vivir con tranquilidad. Cualquier noche y por cualquier motivo podía terminar -como muchos madrileños- en una checa por el simple hecho de ir a misa, llevar corbata o caerle gordo al vecino de enfrente.
Así que, tras coger lo poco que teníamos de valor y dejar las llaves de la casa (para cuando acabase la guerra) en manos de unos amigos íntimos, mi mujer y yo nos pasamos, tras una larga odisea, a la zona nacional a mediados de julio.
Tras las correspondientes informaciones de las autoridades nacionales, volví al servicio activo con mi graduación de capitán de Artillería. Terminé la guerra en Levante, que fue donde encontré a tu padre, que ya había ascendido a comandante, y al que no veía desde el año 28.
Luego, a seguir el escalafón y terminar de coronel, a falta de cinco meses para ascender a general. Si no me hubiese retirado por la Ley de Azaña habría ascendido, teóricamente, pues fue esa circunstancia unida a la amistad del jefe de la empresa en la que trabajé en aquel tiempo la que me salvó de acabar, como cientos de militares, en las fosas de Paracuellos.
Yo he ido a Paracuellos muchos primeros de noviembre a rezar por mis compañeros y por todos los que fueron allí asesinados. En los años 50 y 60 aquello estaba echo una pena, aún más que ahora. La hierba llegaba hasta las tapias y los propios familiares iban poco por allí. Yo creo que habría que hacer, como mínimo, un monumento como el del Sagrado Corazón en el cerro de los Ángeles. Los 10.000 muertos allí asesinados lo merecen”.
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