RECUERDOS DE UN SOBREVIVIENTE (ABC,19 de enero de 1977)
Testimonio del Madrid Rojo
Por Don Cayetano Luca de Tena
“Por aquellos días no hablábamos aún de Paracuellos. La verdad es que no sabíamos nada del destino de aquellos compañeros que salían, una noche cualquiera, de la Modelo, de San Antón, de Ventas o Porlier. Nos temíamos lo peor, desde luego; pero esos optimistas que nunca faltan aseguraban que las expediciones iban a Valencia o a Chinchilla, sobre todo, fue muy utilizada en aquellos momentos y cuando alguien quería agarrarse a una absurda esperanza siempre mencionaba Chinchilla como término de aquellos traslados de presos.
“El optimismo es sano, pero no es la realidad de la vida”, repetía un compañero mío de aquellas horas. Tenía razón. Yo no he sabido que ninguno de aquellos grupos sacados de las prisiones madrileñas en los tremendos días de noviembre y diciembre del 36 fuera a dar a Chinchilla. Algunos -yo mismo, por ejemplo- llegamos hasta Alcalá de Henares. Los otros -Dios los tenga en su gloria- están todos en la fosa de Paracuellos.
No, no hablábamos aún de Paracuellos porque incluso dentro de un clima de asesinato permanente no concebíamos todavía aquella nueva técnica de crimen en masa. Estábamos acostumbrados a ver salir casi cada noche a unos cuantos compañeros de galería a los que llevaban por sorpresa, sin explicaciones, sin tiempo apenas para despedirse de los que intentaban dormir en los jergones vecinos. Los que iban a morir aguantaban el tipo y fingían quitarle importancia al asunto. Los que se quedaban tampoco ponían demasiado dramatismo en la despedida. Había unos abrazos rápidos, unos últimos encargos, unos testamentos urgentes: “Quédate con mi manta”. “Si ves a mi padre dile...”, “¡Suerte!”, el fin rápido y digno, o el milagro imposible, o sabe Dios qué. Ellos solían volverse en la puerta de la celda o del dormitorio común y decían “¡Viva España!” o “¡Arriba España!”, sin énfasis, casi sin pasión, con un acento que ya no era rabiosa afirmación de lucha, sino serena conformidad con un destino. Se iban, en fin, una madrugada y ya no volvíamos a saber de ellos.
Las salidas en masa empezaron el 7 de noviembre. En la Cárcel Modelo encendieron de golpe las luces a la madrugada e hicieron abrir las puertas de las celdas. A través de una bocina se ordenó que permaneciéramos en ellas sin asomarnos y que sólo salieran los que iban a ser nombrados. La lista comenzaba por las celdas del piso bajo y cada nombre iba precedido del número de celda, dicho a la manera de los hoteles - “ocho veintisiete”- en vez de “ochocientos veintisiete”-, lo que prolongaba la angustia de los ocupantes de las celdas más altas, que oír pregonar aquella lotería de la muerte sintiendo su número cada vez más próximo. Recuerdo a uno que, cuando iba a sonar el suyo, se tapó la cabeza con la manta como queriendo ignorar si le tocaba o no el turno de morir. Los condenados -porque ya lo eran- descendían las escaleras de hierro y se reunían en el piso bajo, donde eran despojados de cualquier objeto de valor que llevaran encima y atados con alambre por las muñecas de dos en dos.
Santiago Carrillo, al conocer su responsabilidad en aquellas expediciones, declaró a la revista Guadiana (20-26 de julio de 1976) que se trataba de militares que ordenó trasladar a Valencia para que no cayeran en manos de Franco y pudieran reforzar los cuadros de su Ejército, que amenazaba conquistar Madrid. El entonces comisario de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid olvida que la inmensa mayoría de los asesinados no eran militares, sino estudiantes, sacerdotes, comerciantes o labradores. Al mismo tiempo finge ignorar que esas expediciones continuaron y que incluso se hicieron casi permanentes durante los días que van del 27 de noviembre al 4 de diciembre. En esas fechas fue cuando las matanzas de Paracuellos alcanzaron su punto culminante. Y si Carrillo, según afirma, estuvo dos meses en el cargo, es indudable que le corresponde la responsabilidad de estas ejecuciones. Porque si las primeras, las del día 7, fueron realizadas sin su consentimiento y fuera de su control, una elemental prudencia aconsejaba no efectuar más expediciones de presos mientras las circunstancias no se modificaran. Si estas expediciones se efectuaron fue porque se deseaba el exterminio de un gran número de “fascistas” -ésta era la denominación común en aquellos días-, bien como escarmiento y advertencia para la posible “quinta columna”, bien como venganza por los reveses sufridos en el campo militar bien -y ésta es hipótesis muy verosímil y poco considerada hasta ahora- como “purga” aconsejada por los mentores rusos, que ya imponían su criterio tanto en lo militar como en lo civil.
Pocos días antes del 27 de noviembre llegaron a las cárceles unos milicianos que constituyeron lo que ellos llamaban “Tribunales populares”. Eran hombres de diversos oficios, ninguno de ellos relacionado con la administración de la Justicia. En los pintorescos interrogatorios a que sometieron a los detenidos algunos se declararon poceros o albañiles. No poseían antecedentes de los interrogados. Operaban a ojo, por intuición elemental. Si se trataba de un chico joven inmediatamente era acusado de pertenecer a la Falange. Revolvían sus papeles para dar la impresión de que consultaban datos concretos y luego formulaban unos cargos que inventaban sobre la marcha. Algunos presos, con increíble candidez, aceptaban la acusación, que algunas veces coincidía con la realidad. A un empleado de ABC que ocupaba en San Antón el jergón inmediato al mío le preguntaron a bocajarro, fingiendo consultar los papeles: “¿Con que has sido interventor de la CEDA en las elecciones?” El hombre dijo que sí, admirado en su fuero interno de la perfecta documentación de aquel improvisado tribunal. Salió hacia Paracuellos sin sospechar que se trataba de un disparo al azar, de una desgraciada coincidencia.
Así, con este espíritu, los milicianos escogieron en cada cárcel los individuos que, a su parecer, resultaban más fusilables. Las preguntas eran políticas y religiosas. Decían, por ejemplo: “¿A ti qué te parece eso de que el Papa haya bendecido los cañones de los facciosos?” Y no faltaba, en ningún caso, la cuestión directa que ponía a la gente entre la espada y la pared: “¿Tú eres católico?” Hay que decir con alegría que casi nadie falló en ese momento. Incluso gentes de tibias convicciones, de escasa práctica religiosa, consideraban como un deshonor la negativa. Muchos añadían a la respuesta: “Apostólico y romano”. Se trampeaba si se podía en el terreno de filiación política; no se claudicaba en el terreno de la fe. Creo sinceramente que muchos de aquellos seleccionados para morir lo fueron única y exclusivamente por su condición de católicos, ya que no existía ninguna otra acusación concreta. Así eran las cosas en aquellos días. Se era candidato a la muerte por llevar una estampa de un santo en la cartera y una medalla de la Virgen colgada del cuello. Se adquiría la condición de “paseable” por tener en casa alguna imagen religiosa o un crucifijo a la cabecera de la cama. Conozco casos en los que bastó decir “adiós” en vez de “salud” para acabar tirado en la Dehesa de la villa o en las tapias de la Almudena con un tiro en la nuca.
Conste que escribo recuerdos sin el más mínimo rencor y que trato de no cargar demasiado las tintas. Lo que ocurre es que hay cosas que, por muy sencillamente que se cuenten, resultan excesivas. Por ejemplo aquellos traslados que comenzaron otra vez el 27 de noviembre de 1936. En San Antón leyeron la lista a eso de las diez de la noche. Yo no estaba en la sala que me correspondía, sino en otra sección donde alguien llegó con la noticia. Con la manta al hombro y la cuchara en el bolsillo -era todo lo que poseía en aquellas fechas- me incorporé a los expedicionarios, reunidos en una dependencia inmediata a la entrada de la cárcel. Hasta allí se filtraron, no sé cómo, Julián Cortés, Cavanillas y Pedro Muñoz Seca para decirnos adiós a mi hermano y a mí; Don Pedro se emocionó y se le caían las lágrimas al abrazarme. Julián repetía mecánicamente: “No os preocupéis. Creo que vais a Chinchilla” ¡Siempre el fantasma de Chinchilla! Pero Julián lo decía sin convicción y se le notaba demasiado.
Uno era muy joven y bastante inconsciente, pero lo que allí se respiraba podía percibirlo cualquiera. Sobre todo cuando subíamos a los camiones -aquellos autocares de “¡A peseta al fútbol!”- confiados exclusivamente a la tutela de unos milicianos que exhibieron su ya conocido repertorio de truculencias. “Oye -se preguntaban en voz alta, a gritos-: ¿llevas balas para todos?”. Y cosas por el estilo. A los dieciocho años, sin ser un héroe, todo aquello no me daba ni frío ni calor; pero había hombres mayores, hombres con familia, que lloraban en silencio y otros a los que se veía rezar entre dientes con los ojos cerrados.
Recuerdo muy claramente los cartelones con retratos de Stalin, Lenin y no sé quién más que adornaban la plaza de la Independencia y Manuel Becerra. Y recuerdo que a cierta altura del trayecto, en la oscuridad de la carretera, nos detuvimos con los faros apagados. Hubo voces, discusiones, órdenes amenazadoras para que no nos moviéramos de los camiones... Recuerdo que alguien, aprovechando la ausencia momentánea de los milicianos, propuso que rezáramos un Padrenuestro. Y recuerdo haber dicho en voz baja a mi hermano: “Ya”. Mi hermano asintió con la cabeza y me dijo: “Por si acaso vamos a comernos el chocolate”. Porque guardábamos como un tesoro dos onzas de chocolate para una ocasión especial y mi hermano parece que consideró que aquélla era una ocasión muy especial. Y, sobre todo, la última.
Pero nos comimos el chocolate y no pasó nada. Es decir: pasó que un rato después seguimos nuestro camino y llegamos a la cárcel de Alcalá de Henares. Nos formaron en una nave vacía y nos pasaron lista. Y entonces reparamos en un policía bajito, con impermeable y pistola en bandolera, que había surgido de la nada y era quien hacía entrega de nosotros al director de la prisión. Acabada la lista hubo un breve diálogo que se me quedó grabado: “¿Están todos?” “Sí, están todos” “Bueno, pues ahí los tiene usted, que bastante trabajo me ha costado que lleguen hasta aquí”. Y el policía dio la vuelta y se fue. Y el director nos echó un breve discurso para explicarnos que no nos esperaba ni tenía la menor noticia de nuestro traslado. Comprendimos entonces, con retraso, que, por alguna razón hasta hoy desconocida, la Policía gubernamental acababa de rescatarnos del poder de las Milicias Populares. Y comprendimos también -eso mucho más tarde- que el punto en que se detuvieron los camiones y se discutió y se gritó en la oscuridad era exactamente el sitio en que arrancaba la desviación de Paracuellos
Durante aquella semana llegaron a Alcalá varias expediciones de presos de Madrid. Los rodeábamos cuando salían por primera vez al patio. “¿Sois de Porlier? ¿De Ventas? ¿De San Antón?”. Y empezaban las preguntas para saber del padre, del hermano, del amigo... Entonces supimos que muchas expediciones no habían llegado. Sí: siempre quedaba la esperanza de Chinchilla. Pero uno veía a los compañeros aislarse en un rincón de aquel patio terrible -¡qué invierno, Dios mío!- sin hablar con nadie, para revivir sólo a la hora de distribución del correo. Y un día cualquiera recibían aquella carta. Pero no la que estaban esperando, sino otra más triste en que les decían que ya no había nada que esperar.
Melchor Rodríguez fue nombrado inspector general de Prisiones. Aquel cenetista digno y valiente acabó de una vez con los asesinatos de presos. Incluso nos salvó -el 8 de diciembre- a los de Alcalá plantándose, solo y sin armas, frente a las turbas que querían lincharnos como represalia por un bombardeo. Los terrores de las primeras horas empezaron a disiparse. Las “sacas” ya no quitaban el sueño a los encarcelados. Pero ni aún entonces sabíamos nada de Paracuellos. La tumba de los amigos, de los parientes, no tenía un paisaje concreto, unos límites geográficos conocidos.
Hasta que llegó aquel curita con su impresionante cicatriz en la cabeza. Se había escapado de la zanja donde se amontonaban los cadáveres cuando sintió alejarse las voces de los milicianos y los faros de los camiones. Lo habían fusilado en Paracuellos. Y entonces fue cuando supimos de verdad, del todo, a qué clase de muerte habíamos escapado”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario