lunes, 25 de agosto de 2008

LA REBELIÓN JUVENIL. Por: OCTAVIO PAZ

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LA REBELIÓN JUVENIL

Por: OCTAVIO PAZ


En la rebelión juvenil me exalta, más que la generosa pero nebulosa política, la reaparición de la pasión como una realidad magnética. No estamos frente a una nueva rebelión de los sentidos, sino ante una explosión de las emociones y los sentimientos. Una búsqueda del signo cuerpo no como cifra de placer (aunque no debemos tenerle miedo a la palabra placer: es hermosa en todas las lenguas) sino como un imán que atrae a todas las fuerzas contrarias que nos habitan. Punto de reconciliación del hombre con los otros y consigo mismo; asimismo, punto de partida, más allá del cuerpo, hacia lo Otro. Los muchachos descubren los valores que encendieron a figuras tan opuestas como Blake y Tousseau, Novalis y Breton: la espontaneidad, la negación de la sociedad artificial y sus jerarquías, la fraternidad no sólo con los hombres sino con la naturaleza, la capacidad para entusiasmarse y también para indignarse, la facultad maravillosa- la facultad de maravillarse. En una palabra: el corazón. En este sentido su rebelión es distinta a las que la precedieron en este siglo, con la excepción de la de los surrealistas. La tradición de estos jóvenes es más poética y religiosa que filosófica y política; como el romanticismo, con el que tiene más de una analogía, su rebelión no es tanto una disidencia intelectual, una heterodoxia, como una herejía pasional, vital, libertaria. Cierto, con frecuencia la ideología juvenil es una simplificación y una reducción acrítica de la tradición revolucionaria de occidente, ella misma escolástica e intolerante. La infección del espíritu de sistema ha alcanzado a muchos grupos que postulan con arrogancia tesis autoritarias y oscurantistas como el maoísmo y otros fanatismos teológicos. Abrasar como filosofía política el “marxismo a la china” e intentar aplicarlo a las sociedades industriales de Occidente es, a un tiempo, grotesco y desolador. Pero no es la ideología de los jóvenes sino su actitud abierta, su sensibilidad más que su pensamiento, lo que es realmente nuevo y único. Creo que en ellos y por ellos despunta, así sea oscura y confusamente, otra posibilidad de Occidente, algo no previsto por los ideólogos y que sólo unos cuantos poetas vislumbraron. Algo todavía sin forma como un mundo que amanece. ¿O es una ilusión nuestra y esos disturbios son los últimos fulgores de una esperanza que se apaga?
Oír a cualquier actor o testigo presencial de la rebelión juvenil de mayo de 1968 en París es una experiencia que pone a prueba nuestra capacidad de juzgar con objetividad. En todos los relatos que he escuchado aparece una nota sorprendente: la tonalidad a un tiempo apasionada y desinteresada de la revuelta, como si la acción se confundiese con la representación: el motín convertido en una fiesta y la discusión política en una ceremonia colindante en un extremo con el teatro épico y en el otro con la confesión pública. El secreto de la fascinación que ejerció el movimiento sobre todos aquellos que, inclusive como espectadores, se acercaron a sus manifestaciones, residió en su tentativa por unir la política, el arte y el erotismo. Fusión de la pasión privada y la pasión pública, continuo flujo y reflujo entre lo maravilloso y lo cotidiano, el acto vivido como una representación estética, conjunción de la acción y su celebración. Reunión del hombre con su imagen: los reflejos del espejo resueltos en otro cuerpo luminoso. Experiencia de la verdadera conversión: no únicamente un cambio de ideas sino de sensibilidad; más que un cambio del ser, un volver a ser. Una revelación social y psíquica que por unos cuantos días ensanchó los límites de la realidad y extendió el dominio de lo posible. El regreso al origen, al principio del principio: ser uno mismo al estar con todos. Recuperación de la palabra: mis palabras son tuyas, hablar contigo es hablar conmigo. Reaparición todo aquello –la comunión, la transfiguración, la transformación del agua en vino y de la palabra en cuerpo- que las religiones reclaman como suyo pero que es anterior a ellas y que constituye la otra dimensión del hombre, su otra mitad y su reino perdido. El hombre, perpetuamente expulsado, arrojado al tiempo y en búsqueda de otro tiempo –un tiempo prohibido, inaccesible: el ahora. No la eternidad de las religiones sino la incandescencia del instante: consumación y abolición de las fechas. ¿cuál es la vía de entrada a ese presente? André Breton habló alguna vez de la posibilidad de insertar en la vida moderna un sagrado extrareligioso, compuesto por el triángulo del amor, la poesía y la rebelión. Ese sagrado no puede emerger sino del fondo de una experiencia colectiva. La sociedad debe manifestarlo, encarnarlo, vivirlo y, así, vivirse, consumarse. La revuelta como camino hacia la Iluminación, Aquí y ahora: salto a la otra orilla.

Nostalgia de fiesta. Pero la fiesta es una manifestación del tiempo cíclico del mito, es un presente que regresa, en tanto que nosotros vivimos en el tiempo lineal y profano del progreso y de la historia. Tal vez la revuelta juvenil es una Fiesta vacía, el llamamiento, la invocación de un acontecimiento siempre futuro y que jamás se hará presente –jamás será. O tal vez es una conmemoración: la revolución no aparece ya como la elusiva inminencia del futuro sino como un pasado al que no podemos volver y tampoco abandonar. En uno u otro caso no está aquí, sino allá, siempre allá. Poseída por la memoria de su futuro o de su pasado. Por lo que fue o lo que pudo ser –no, no poseída: deshabitada, vacía, huérfana de su origen y de su futuro –la sociedad los mima. Al mimarlos, los exorciza: durante unas semanas se niega a sí misma en las blasfemias y los sacrilegios de su juventud para luego afirmarse más completa y cabalmente en la represión. Magia mimética. Víctima ungida por el prestigio ambiguo de la profanación, la juventud es el chivo expiatorio de la ceremonia: en ella, después de haberse autoprofanado, la sociedad se castiga a sí misma. Profanación y castigo simbólicos: todo es una representación incluso si, como ocurrió el 2 de octubre de 1968 en la Plaza de Tlatelolco en México, la ceremonia moderna evoca (repite) el rito azteca: varios cientos de muchachos y muchachas inmolados, sobre las ruinas de una pirámide, por el Ejército y la Policía. La literalidad del rito –la realidad del sacrificio- subrayan atrozmente el carácter irreal y expiatorio de la represión: el régimen mexicano castigó en los jóvenes a su propio pasado revolucionario. Pero no es ésta la ocasión para tratar el caso de México... Lo que me interesa destacar ahora es un fenómeno no menos universal que la revuelta de estudiantes: la actitud de la clase obrera y de los partidos que la representan o dicen representarla.
En todos los casos y en todos los países los obreros no han participado en el movimiento, excepto como aliados momentáneos y a contre-coeur. Indiferencia difícilmente explicable, salvo si aceptamos una de estas dos hipótesis: o la clase obrera no es una clase revolucionaria o la revuelta juvenil no se inscribe dentro del cuadro clásico de la lucha de clases (apenas sería uno de sus epifenómenos). En verdad, estado dos explicaciones son una y la misma: si la clase obrera (ya) no es revolucionaria y, no obstante, lejos de atenuarse, se agudizan los conflictos y las luchas sociales; si, además, el recrudecimiento de estas luchas no coincide con la crisis económica sino con un periodo de abundancia; si, por último, no ha aparecido una nueva clase mundial y explotada que sustituya al proletariado en su misión revolucionaria... es evidente que la teoría de la lucha de clases no puede dar cuenta de los fenómenos contemporáneos. No es que sea falsa: es insuficiente y debemos buscar otro principio, otra explicación. Algunos me dirán que los países subdesarrollados son el nuevo proletariado. Casi es ocioso replicar: ni es nuevo el fenómeno de la dependencia colonial (Marx lo conoció) ni esos países constituyen una clase; por tal razón y, asimismo, por su heterogeneidad social, económica e histórica, no tienen ni pueden elaborar programas y planes universales como los de una clase, un partido o una iglesia internacionales. En cuanto a la juventud: ninguna argucia dialéctica o artificio de la imaginación podrá transformarla en una clase social. De ahí que, desde el punto de vista de las doctrinas revolucionarias, lo que resulta realmente poco explicable es la actitud de los jóvenes: nada tienen que ganar, ninguna filosofía los ha nombrado agentes de la historia y no expresan a ningún principio histórico universal. Extraña situación: son ajenos al drama real de la historia como el corderillo bíblico era ajeno al diálogo entre Jehová y Abraham. La extrañeza desaparece si se advierte que, como la totalidad del rito, la víctima es una representación, mejor dicho: una hipóstasis de las antiguas clases revolucionarias.

El mundo moderno nació con la revolución democrática de la burguesía que nacionalizó y colectivizó, por decirlo así, a la política. Al abrir a la colectividad una esfera que hasta entonces había sido el dominio cerrado de unos cuantos, se pensó que la politización general (la democracia) tendría como consecuencia inmediata la distribución del poder entre todos. Aunque la democracia, por el artificio de los partidos y por la manipulación de los medios de información, se ha convertido en un método de unos pocos para controlar y atesorar poder, nos habitan los fantasmas de la democracia revolucionaria: todos esos principios, creencias, ideas y formas de vivir y sentir que dieron origen a nuestro mundo. Nostalgia y remordimiento. De ahí, probablemente, que la sociedad celebre costosos y a veces sangrientos rituales revolucionarios. La ceremonia conmemora una ausencia o, más exactamente, convoca, conjura y castiga, todo junto, a una Ausente. Lo Ausente tiene nombre público y otro nombre concreto: el primero es Revolución y alude al tiempo lineal de la historia; el otro es Fiesta y evoca al tiempo circular del mito. Son uno y el mismo: Revolución que vuelve es Fiesta, el principio del principio que regresa. Sólo que no vuelven realmente: todo es pantomima y, al otro día, ayuno y penitencia. Fiesta de la diosa razón –sin Robespierre ni guillotina pero con gases lacrimógenos y televisión-. La Revuelta como orgía verbal, saturnal de lugares comunes. Náuseas de la Fiesta.

¿O la rebelión juvenil es un indicio más que vivimos un fin de los tiempos? Ya dije mi creencia: el tiempo moderno, el tiempo lineal, homólogo de las ideas de progreso e historia, siempre lanzado hacia el futuro; el tiempo del signo no-cuerpo, empeñado en dominar a la naturaleza y domeñar a los instintos; el tiempo de la sublimación, de la agresión y la automutilación: nuestro tiempo –se acaba. Creo que entramos en otro tiempo, un tiempo que aún no revela su forma y del que no podemos decir nada excepto que no será ni tiempo lineal ni cíclico. Ni historia ni mito. El tiempo que vuelve, si es que efectivamente vivimos una vuelta de los tiempos, una revuelta general, no será ni un futuro ni un pasado sino un presente. Al menos esto es lo que, oscuramente, reclaman las rebeliones contemporáneas. Tampoco piden algo distinto el arte y la poesía, aunque a veces lo ignoren los artistas y los poetas. El regreso del presente: el tiempo que viene se define por un ahora y un aquí. Por eso es una negación del signo no-cuerpo en todas sus versiones occidentales, sean religiosas o ateas, filosóficas o políticas, materialistas o idealistas. El presente no nos proyecta en ningún más allá –abigarradas eternidades del otro mundo o paraísos abstractos del fin de la historia- sino en la médula, el centro invisible del tiempo: aquí y ahora. Tiempo carnal, tiempo mortal: el presente no es inalcanzable, el presente no es un territorio prohibido. ¿Cómo tocarlo, cómo penetrar en su corazón transparente? No lo sé y creo que nadie lo sabe... Tal vez la alianza de poesía y rebelión nos dará la visión. En su conjunción veo la posibilidad del regreso del signo cuerpo: la encarnación de las imágenes, el regreso de la figura humana, radiante e irradiante de símbolos. Si la rebelión contemporánea (y no pienso únicamente en la de los jóvenes) no se disipa en una sucesión de algaradas o no degenera en sistemas autoritarios y cerrados, si articula su pasión en la imaginación poética, en el sentido más libre y ancho de la palabra poesía, nuestros ojos incrédulos serán testigos del despertar y vuelta a nuestro abyecto mundo de esa realidad, corporal y espiritual, que llamamos presencia amada. Entonces el amor dejará de ser la experiencia aislada de un individuo o una pareja, una excepción o un escándalo... Por primera y última vez aparecen en estas reflexiones la palabra presencia y la palabra amor. Fueron la semilla de Occidente, el origen de nuestro arte y de nuestra poesía. En ellas está el secreto de nuestra resurrección.
Pittsburg, 1969.

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