miércoles, 6 de julio de 2016

La quiebra de la historia progresista – Pío Moa Rodríguez

La quiebra de la historia progresista – Pío Moa Rodríguez


Puerta de Alcalá, Madrid 1937
Para examinar el problema de la república y la guerra civil siempre viene bien volver sobre los juicios que, sobre la base de la experiencia hicieron los «Padres espirituales de la república» o personajes como Azaña o Besteiro. Como los he expuesto muchas veces, no los repetiré ahora. Recordaré solo que, explícitamente unos, implícitamente otros, concluyen que la república fue un trágico fracaso, y caracterizan a sus líderes como unos auténticos bellacos, embusteros y corruptos. Y, como señalaron Besteiro y Marañón, fueron los nacionales quienes libraron al país de aquella pesadilla.
En cambio, ya desde antes de la transición, fue tomando forma una maciza y masiva defensa de la república, confundida además con el Frente Popular. Defensa de inspiración comunista, pero que durante varios decenios se fue desarrollando y arrollando cualquier opinión adversa, imponiéndose en los departamentos universitarios, casi monopolizando los medios de masas, hasta convertirse en un verdadero y gigantesco negocio.
¿Quién tiene razón, personajes de la talla intelectual y moral de Besteiro, Marañón, Pérez de Ayala u Ortega y Gasset y los testimonios de Azaña, Alcalá-Zamora, &c., o esta historiografía cuya base de expansión ha sido el historiador Tuñón de Lara, de mentalidad inocultablemente stalinista? La respuesta es fácil, pero aun así la cuestión no puede resolverse simplemente aludiendo a la superioridad intelectual y moral de unos y a lo que han significado históricamente los otros. Conviene recurrir a los hechos empíricos.
Así, por ejemplo, sabemos hoy que la legitimidad de la república no pudo proceder ni del golpe militar con que trató de imponerse en 1930, ni de unas elecciones que perdieron por gran diferencia –en los datos que se conocieron al principio– los republicanos y socialistas. Los cuales, una vez en el poder, no publicaron los resultados de las votaciones de modo mínimamente fidedigno, como tampoco publicarían, en absoluto, los de las elecciones del Frente Popular, de 1936: este mero hecho, sin necesidad de más consideraciones, priva de validez democrática los resultados proclamados. En cuanto a la idea de que solo valían los votos de las capitales de provincias, porque beneficiaron a los republicanos, y los demás no, por «caciquiles», ya demuestra la concepción de estos señores: solo valen los votos a su favor. Volverían a demostrarlo en las elecciones de 1933. Por lo demás, los cacicatos que montaron entonces y montan ahora mismo las izquierdas son bastante más corruptos y difíciles de desarraigar que los de la Restauración.
La legitimidad de la república nació de la entrega del poder que le hicieron los monárquicos, en plena quiebra moral. Una legitimidad que las izquierdas republicanas se ocuparon de socavar desde el primer momento con sus violencias, asesinatos, quemas de iglesias, bibliotecas y escuelas, cierre de centros de enseñanza, muchos de ellos prestigiosos, reducción del clero a ciudadanos de segunda, &c. Los apologistas de aquellos republicanos suelen enredarse en largas consideraciones sobre el estatuto catalán la reforma agraria, la reforma militar o la construcción de algunos miles de escuelas. Ya he explicado muchas veces en qué consistieron aquellas reformas, en las que el sectarismo compitió con la ineptitud y la demagogia más grosera, y tampoco voy a repetirlo indefinidamente.
Otro hecho establecido sin discusión es que Franco respetó la legalidad republicana muchísimo más que cualquier político de entonces. Azaña intentó dos golpes de estado al perder las elecciones de 1933… y fue probablemente el líder más moderado entre las izquierdas. Franco, pese a no gustarle aquella legalidad, la aceptó, desde el momento en que el propio rey la había aceptado. Y la defendió contra el asalto revolucionario de las izquierdas y separatistas en 1934, algo que estos jamás le perdonaron. Cuando se sublevó ya lo habían hecho antes los socialistas, los comunistas, los anarquistas, los republicanos de izquierda y los separatistas catalanes. Y se sublevó considerando que la legalidad había sido aplastada, como efectivamente lo fue, por el Frente Popular. La posición de Franco ha sido enormemente tergiversada: en 1930-31 era partidario de una democratización ordenada, y después de seis años de experiencia con unas izquierdas tan bien caracterizadas por Marañón, Pérez de Ayala y tantos otros, concluyó que en aquellas condiciones no podía funcionar una democracia, como, efectivamente, no puede funcionar cuando varios de los principales partidos destruyen la ley. De ahí su dictadura autoritaria (no totalitaria, la distinción es clave).
Contra lo que se rebeló Franco fue contra un Frente Popular salido de unas elecciones no democráticas, es decir, fraudulentas, un frente que inmediatamente se dedicó a destruir las bases mismas de la ley desde el gobierno y a organizar un proceso revolucionario desde la calle, con cientos de asesinatos (incluidos asesinatos entre las propias izquierdas, preludio de los mucho más masivos que organizarían entre ellas al reanudarse la guerra civil en 1936) quemas de iglesias, de centros políticos y periódicos de la derecha, de registros de la propiedad, ocupaciones ilegales de fincas, revisión arbitraria de actas parlamentarias contra la derecha, destitución ilegal del presidente de la república, persecución a las víctimas y apoyo a los victimarios, liquidación de la independencia judicial (¡puesta bajo el control de los sindicatos!), &c., &c. Franco no consideraba, desde luego, que aquello fuera un gobierno legítimo, sino una tiranía revolucionaria que amenazaba a la sociedad y la integridad de España.
Pero los historiadores que he llamado lisenkianos, por analogía con el célebre Lisenko, aseguran que las elecciones fueron normales y democráticas, que el gobierno era legítimo y que defendía la libertad. De nuevo, ¿quién tiene razón?
Si atendemos a los hechos y dejamos de lado las embarulladas justificaciones ideológicas, está clara la respuesta.
Durante un tiempo me sorprendía mucho de cómo los émulos de Lisenko en la historiografía y la intelectualidad española podían ignorar con tal desenvoltura los hechos reales, y me empeñaba en recordar estos una y otra vez, esperando que entrasen en razón. Tardé en darme cuenta de que no es que los ignorasen: los conocían perfectamente. Lo que pasa es que para ellos no eran significativos. O, peor, les parecían bien y los justificaban de un modo u otro. Para ellos lo esencial era una concepción ideológica sumamente vaga y contradictoria, pero que les permitía distinguir con claridad quiénes eran los buenos y quiénes los malos, al margen por completo de las acciones de cada cual. Lo he expuesto en relación con las apologías recientes de Negrín: no es que ignoren que este entregó a Stalin el grueso de las reservas financieras del país, convirtiendo al Frente Popular en satélite del Kremlin; o la inmensa corrupción organizada por Negrín; o la hegemonía alcanzada por el PCE –partido agente de Stalin y orgulloso de serlo–; o la decisión –criminal– de prolongar la guerra todo lo posible para combinarla con otra guerra mucho sangrienta que se estaba gestando en Europa; o la destrucción brutal de patrimonio histórico y artístico del país; o el saqueo de bienes privados y oficiales, el mayor atraco que se ha perpetrado en España desde el poder en toda su historia; o el abandono de sus propios sicarios a la venganza de Franco, mientras los jefes escapaban con los tesoros robados…
Por supuesto, no ignoran nada de esto, porque es materialmente imposible ignorarlo a estas alturas (aunque han hecho lo posible por que los ignore el ciudadano común). Lo que ocurre, y yo no comprendía al principio, es que están completamente de acuerdo con todas esas fechorías, que ellos justifican porque Negrín se oponía a Franco, y eso le lava de todos sus enormes delitos: para hacer tortillas hay que romper huevos. Mientras que, a mi juicio, esos crímenes retratan la realidad de Negrín y del Frente Popular, retratan el significado de su oposición a Franco. Porque, ¡menuda tortilla de libertad, democracia y progreso iba a hacer el Frente Popular, un conglomerado de stalinistas, socialistas exacerbados, anarquistas, golpistas republicanos y separatistas catalanes, más el ultrarracista PNV, todos bajo la sabia orientación de Stalin! La pretensión de que aquellas gentes defendían la legalidad y la democracia va mucho más allá que los negacionistas del Holocausto: ¡es como pretender que Hitler defendió a los judíos!
En cuanto a Franco, libró al país de tales «demócratas», como reconocieron Marañón, Besteiro o, implícitamente, Ortega y Gasset y tantos otros. Y no pararon ahí los servicios de Franco, pues libró a España de la guerra mundial, de un resurgir de la guerra civil por medio del maquis, consiguió superar el injustísimo aislamiento impuesto por la ONU y dejó un país próspero y reconciliado, gracias a lo cual ha sido posible una transición a la democracia con escasos traumas. Considerando el balance de logros, represiones y errores, creo que ningún personaje histórico de los últimos dos siglos ha rendido al país unos servicios mayores y en circunstancias más difíciles, que Franco, y repito que una sociedad incapaz de apreciarlo es proclive a dejarse arrastrar por las peores demagogias y a perder la libertad. Cierto que fue una dictadura, pero la alternativa habría sido una dictadura mucho peor, totalitaria, pues ni hubo oposición democrática al franquismo ni demócratas en sus cárceles. El verdadero rostro de la oposición antifranquista se manifestó sin velos en el episodio Solzhenitsin. Se manifestó en su apoyo a los asesinatos de la ETA. Se manifestó en sus pretensiones de «ruptura» al llegar la transición: ruptura con cuarenta años de historia en conjunto muy positiva para enlazar de nuevo con el nefasto Frente Popular. Se manifiesta ahora mismo con su ley de «memoria histórica», que glorifica a los asesinos de las chekas y a la ETA, mientras denigra, poniéndolos al nivel de estos, a las víctimas inocentes del régimen de Franco.
Digo todo esto en relación con un artículo de Montero Barrado donde este sigue dando la vara con las enrevesadas simplezas ya mil veces leídas y rebatidas. Las ideas que él defiende han sido ya derrotadas por completo en el plano intelectual, aunque, claro, pasará tiempo hasta que sea desalojada de las posiciones de poder en las universidades y los medios, que lleva varios decenios ocupando, debido a la renuncia de una derecha sin sustancia intelectual a lo que los leninistas llamaban «la lucha ideológica». Y hay otra razón más prosaica para la oscura persistencia de esta gente en un análisis histórico absurdo: con él han ganado unas posiciones económicas de poder, ingresos y prestigio, y las defienden, claro, con uñas y dientes. De ahí, también el nivel del debate que son capaces de plantear. La historia es una disciplina muy compleja, asegura el señor Montero. Debe de serlo, pero no debe confundirse complejidad y embrollo, y él y tantos otros solo parecen capaces de producir ristras de embrolladas simplezas. En fin, recomiendo al señor Montero la lectura atenta de La quiebra de la historia progresista, y de Franco para antifranquistas, a ver si se va enterando, porque las cosas que dice pueden pasar en unas aulas donde ellos son la autoridad, pero hoy ya no cuelan en ningún foro libre.



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