viernes, 7 de junio de 2013

¿ES CONSTITUCIONAL EL ESTATUTO DE CATALUÑA? COPIADO DEL AUTOR MATERIAL E INTELECTUAL, NO COMO EL 11-M QUE NO HUBO

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FRANCESC DE CARRERAS

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Sobre el autor

Francesc de Carreras

Catedrático emérito de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB).  Ha publicado numerosos estudios sobre todas las ramas del derecho constitucional. Actualmente, es miembro de varios consejos de redacción y comités científicos de revistas de derecho constitucional Fue miembro del Consejo Consultivo de la Generalidad de Cataluña  entre 1981 y 1998, y secretario de redacción y colaborador de la revista Destino (1966-1975). Durante los años 1980-2003 fue colaborador habitual de los diarios El País y El Periódico. Desde 2004 colabora semanalmente en el diario La Vanguardia.
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¿Es constitucional el Estatuto de Cataluña?

El Estado de las autonomías tras la sentencia del TC
Francesc de Carreras


En el momento de escribir este artículo han transcurrido ya dos meses desde que se hizo públi­ca la esperada sentencia del Tribunal Constitucional (TC) sobre el Estatuto de Cataluña. Quiénes no la han leído, ni quizás lo harán por no ser expertos en la materia, se plantean una pregun­ta que no les queda todavía clara: la sentencia ¿es favorable o desfavorable a la constitucionalidad del Estatuto?

Se trata de una duda normal por la forma en que ha sido acogida la senten­cia, tanto por parte de los juristas espe­cialistas en el tema como por parte de los políticos y de los articulistas. Grosso modo, en ambos grupos se da la misma división de opiniones: unos consideran que el Estatuto en el fondo ha sido des­virtuado, otros que ha salido práctica­mente indemne. A esta confusión con­tribuye también, involuntariamente por supuesto, la lectura de los votos parti­culares, en buena parte razonablemente fundados que, según como sean inter­pretados, parecen expresar opiniones muy dispares dentro del Tribunal cuan­do en realidad, como veremos, hay una coincidencia básica de fondo.

Todo ello es un reflejo de que, a pe­sar de la sencillez narrativa con la que está redactada la sentencia, ahí se abordan problemas muy complejos para quien no esté avezado en la materia. Son, por tan­to, más que justificadas las dudas sobre el significado de tan importante resolu­ción. Y ello hace también que no sea fácil responder con brevedad a un lego en la materia la cuestión un poco sim­plista planteada al principio: ¿la sentencia es favorable o desfavorable a la constitu­cionalidad del Estatuto? Ahora bien, que no sea fácil no significa que sea imposible, ni siquiera que sea excesivamente difícil, sobre todo, como es el caso, cuando la respuesta es por escrito y con un espacio suficientemente generoso como el que brinda esta revista.

Permítanme, sin embargo, antes de razonar la respuesta, avanzar el núcleo básico de la conclusión. A la vista del fallo –hecho público el pasado 28 de ju­nio, pero sin ir acompañado por los fun­damentos jurídicos ni los votos particu­lares– ya podía adivinarse que el Estatu­to había quedado seriamente tocado, no sólo por los 14 preceptos declarados in­constitucionales sino, sobre todo, por los otros 27 que eran objeto de interpretación conforme. Recordemos que desde los partidos catalanes que aprobaron el Es­tatuto, apoyados por sectores sociales de la misma Cataluña orquestados desde el Gobierno de la Generalitat, se exigía des­de hacía meses que todo el texto debía ser declarado conforme a la Constitución; e incluso pocos días antes de hacerse pú­blica la sentencia, en un ridículo y deses­perado intento de frenar su inmediata aprobación, el Parlamento de Cataluña adoptó una resolución instando al TC a que se abstuviera de dictarla por ser in­competente en la materia. Además, pocas horas después de conocerse el fallo, el presidente de la Generalitat José Monti­lla, en una dura alocución institucional, instó a convocar una manifestación en contra del Tribunal que tuvo lugar el sá­bado 10 de julio.

Así pues, en este tenso ambiente, el simple fallo fue considerado como un severo varapalo. Dadas las expectativas catalanas, no había para menos: 41 pre­ceptos estaban afectados, total o parcial­mente, de inconstitucionalidad. Sin embargo, aún podía alegarse que una gran mayoría habían sido declarados acordes con la Constitución, sobre todo si se des­deñaba, por inofensiva, la técnica de la interpretación conforme.

Ahora bien, el verdadero jarro de agua fría sobrevino con la lectura de la senten­cia completa, publicada el 9 de julio, y en especial de sus fundamentos. Efectiva­mente, en estos fundamentos se iban desgranando, con naturalidad y sencillez, argumentos fácilmente comprensibles que –reiterando una doctrina constitucional muy consolidada– desvertebraban el nue­vo edificio que se pretendía construir con el nuevo Estatuto. No se trataba ya de los 41 preceptos afectados de inconstitucio­nalidad que figuraban en el fallo sino de muchos más: en los fundamentos queda­ba claro que el significado que se daba a ciertos preceptos era muy distinto a la intención de sus redactores y que ciertas interpretaciones se proyectaban de forma transversal a títulos enteros de la norma recurrida. Fue entonces cuando se vio con claridad que los objetivos esenciales del Estatuto habían quedado desvirtuados. Como escribió inmediatamente el profe­sor Fernández Farreres, “tras la lectura de sus fundamentos jurídicos, bien puede afirmarse que ese Estatut ya no es lo que pretendía ser. La Sentencia ha alterado de raíz su sentido y las finalidades perseguidas con su aprobación”.

1. Los objetivos del proyecto catalán

El proceso legislativo que concluyó con la aprobación del Estatuto tuvo dos fases muy diferenciadas a las que corresponden dos textos distintos: el proyecto aprobado por el Parlamento catalán el 30 de septiembre de 2005 y el aprobado en las Cortes Generales que después fue ratificado mediante referéndum en Catalunya. El proyec­to inicial aprobado por el Parlamento catalán era contrario a la Constitu­ción en muchas de sus innovaciones fundamentales. Durante la tramita­ción en el Congreso se introdujeron importantes modificaciones, elimi­nando así los preceptos más flagran­temente inconstitucionales, pero to­davía quedaron algunos flecos por pulir y, sobre todo, muchos preceptos ambiguos, como es habitual en textos legales que son fruto de dificultosos consensos.

Nadie ponía en duda que el Esta­tuto pasaría por el cedazo del Tribunal Constitucional y seguramente por ello se cerraron acuerdos con la convicción de que sería este alto órgano jurisdic­cional quien se encargaría de adaptar­los definitivamente a la Constitución. Esta previsión fue una grave impru­dencia, ya que la “patata caliente” ser­vida al Tribunal ha resultado, como no podía ser menos, profundamente indigesta y, como era de esperar, le ha conducido a una grave crisis de credi­bilidad, erosionando hasta límites muy peligrosos su prestigio y autori­dad ante la opinión pública.

Los objetivos centrales del proyecto catalán eran dos: primero, otorgar un trato jurídico singular a Cataluña, dada su condición de nación, que permitiera distinguirla de las demás comunidades autónomas; y, segundo, aumentar y ga­rantizar las competencias de la Genera­litat y mejorar su financiación. En defi­nitiva, aumentar la esfera de autogobier­no mediante su diferenciación del resto de comunidades.

No debe olvidarse que desde los pac­tos autonómicos entre PSOE y PP del año 1992 la orientación definitiva del Estado de las autonomías se inclinó hacia formas federales al igualar sustancialmen­te las competencias de todas las comuni­dades. Esto, lógicamente, no fue acepta­do por los nacionalistas, dado que la “condición nacional” de Cataluña no admitía que fuera tratada como las demás comunidades. De ahí que el sector mo­derado de este nacionalismo –el PSC maragalliano– optase por proponer un modelo impreciso y desconocido en el derecho comparado, el llamado “federa­lismo asimétrico”, cuando a principios del año 2000 pacta con ERC e IC con el objetivo de desbancar a CiU del Go­bierno de la Generalitat. De este pacto político inicial, al que después CiU no tiene más remedio que añadirse, nacerá el proyecto de Estatuto aprobado en el Parlamento catalán y posteriormente, tras las modificaciones exigidas por el PSOE, el texto definitivo que ha sido objeto de la sentencia constitucional.

Esta singularidad catalana y el au­mento y garantía de los poderes de la Generalitat, se concretaban en seis gran­des innovaciones:

• Considerar a Cataluña como una nación. Con este término se la distin­guía de las demás comunidades que só­lo gozaban, según el art. 2 de la Consti­tución (en adelante CE), de la conside­ración de nacionalidades o regiones.
• Desbordar el contenido del Estatuto anterior para darle una apariencia for­mal de Constitución: incluir, pues, en su texto, títulos y capítulos que regula­ran derechos, deberes y principios rec­tores, régimen local, poder judicial, ac­ción exterior de la Generalitat y relacio­nes institucionales con el Estado y la Unión Europea.
• Incorporar al articulado del Estatuto los principales aspectos de la actual po­lítica lingüística para así impedir futu­ras modificaciones parlamentarias.
• Aumentar de las competencias pro­pias mediante la definición de sus di­versos tipos, el blindaje frente al Estado de las competencias actuales y la limita­ción de las competencias de éste, a pe­sar de estar garantizadas constitucio­nalmente en el art. 149.1 CE.
• Vincular desde el Estatuto a deter­minados órganos estatales alegando que es una ley orgánica y, por tanto, una norma de carácter estatal. Además de las competencias, ello afectaba al poder judicial, al Tribunal Constitucional y otros órganos independientes, al siste­ma de financiación y a la reforma esta­tutaria.
• Regular los órganos y procedimien­tos de relación bilateral con el Estado.

Estas innovaciones se basaban en una determinada concepción constitu­cional del Estatuto como norma jurídi­ca. Esta nueva y peculiar concepción5 derivaba de los siguientes fundamentos:

1. El Estado de las autonomías está “des­constitucionalizado”, es decir, apenas está configurado en el título VIII de la Constitución. En virtud del principio dispositivo (el “derecho a la autonomía” mencionado en el art. 2 CE), es en los Estatutos donde se perfilan los rasgos principales del sistema autonómico. Por tanto, dado que propiamente no existe un modelo constitucional de Estado de las autonomías, puede procederse a su reforma mediante la modificación de los Estatutos.

2. Los Estatutos no son una simple ley orgánica sino que, debido a su procedi­miento paccionado de elaboración y reforma, forman parte del bloque de la constitucionalidad y gozan dentro del ordenamiento de una posición cuasi-constitucional, es decir, de hecho mate­rialmente constitucional, que los con­vierte en complemento de la Constitu­ción en cuanto a la organización territo­rial del Estado.

3. Esta posición hace que los estatutos sean normas que exijan un especial res­peto y lealtad por parte de los demás órganos del Estado. Ello hace que sean invulnerables respecto de las demás leyes que concretan la distribución de com­petencias y forman también parte de dicho bloque.

4. El contenido constitucional de los Estatutos, determinado en el art. 147.2 CE y puntualmente en algún otro pre­cepto constitucional, es su contenido mínimo. Pero los Estatutos pueden también incluir cualquier otro conte­nido que permita a la comunidad au­tónoma desplegar el conjunto de sus funciones constitucionales derivadas de su condición de norma institucional básica de la comunidad, según estable­ce el art. 147.1 CE.

A estos innovadores fundamentos, jurídicamente tan distintos a la doctrina comunmente aceptada, hay que añadir otra notoria imprudencia en los plantea­mientos jurídicos del proyecto catalán: el olvido de la jurisprudencia constitu­cional. Efectivamente, en los Estados que, como el nuestro, están dotados de Tri­bunal Constitucional –es decir, en las democracias constitucionales– no es ad­misible considerar que la Constitución se reduce a la simple literalidad de su texto, sino que debe considerarse también parte del acervo constitucional la inter­pretación que de este texto ha ido elabo­rando el Tribunal Constitucional al hilo de sus resoluciones. Nuestro sistema constitucional, como es sabido, es un sistema jurídico jurisprudencializado.

Por tanto, si bien es razonable soste­ner que antes de 1981, es decir, antes de que se dictaran las primeras sentencias del Tribunal Constitucional, en el texto estricto de la Constitución no había ele­mentos suficientes para delimitar con exactitud un modelo de organización territorial, hoy, y desde hace bastantes años, ello ya no es así: dicho modelo se ha ido construyendo pacientemente me­diante la legalidad que desarrolla la Cons­titución, especialmente en los Estatutos, a la que debe añadirse la jurisprudencia constitucional que la interpreta.

En el proyecto catalán hubo un ada­nismo constitucional notoriamente osa­do e, incluso, escasamente democrático, ya que se pretendía cambiar el modelo constitucional existente por una vía que ni es la prevista en los procedimientos de reforma constitucional, ni respeta una jurisprudencia que, si bien es modifica­ble, hasta que ello no suceda de hecho forma parte de la Constitución misma. Puede alegarse que precisamente esta sentencia era la ocasión para cambiar la jurisprudencia. Ahora bien, no es sensa­to pensar que un Tribunal que tiene por norma, incluso por obligación, ser pru­dente en los cambios de doctrina, ya que la estabilidad constitucional es uno de los valores que debe preservar, efectuara un giro tan profundo como el que exigía el Estatuto catalán.

Estas bases constitucionales confi­guraron el proyecto aprobado en el Par­lamento de Cataluña. A su paso por el Congreso, como ya hemos dicho, este proyecto fue profundamente modificado debido especialmente a las objeciones de constitucionalidad contenidas en el dic­tamen jurídico encargado por el grupo parlamentario socialista a una comisión de cuatro profesores de derecho consti­tucional que sirvió de parámetro a dicho grupo para enmendar el proyecto. No obstante, como también hemos señalado, dichas modificaciones dejaron flecos con presuntas tachas de inconstitucionalidad, muchos preceptos ambiguos y, sobre to­do, una finalidad de la norma que seguía respondiendo a los objetivos iniciales del Parlamento catalán. A la tarea de detectar y acomodar a la Constitución estos flecos y ambigüedades, así como también a impedir que la finalidad de la norma pudiera ser utilizada para escapar del ámbito constitucional, se ha dedicado el Tribunal en su sentencia.

2. Las peculiaridades de la sentencia

Contrariamente a la opinión común, la STC 31/2010 no es de una gran exten­sión si se tiene en cuenta el hecho ex­traordinario e inédito que se impugnaron más de doscientos preceptos incluidos en alrededor de 120 artículos. Como es sa­bido, la parte más importante de toda sentencia son los Fundamentos Jurídicos que en este caso abarcan 234 páginas tamaño DINA-4 a doble espacio: de promedio poco más de una página por precepto. Cuestión distinta es que los Antecedentes, básicamente los argumen­tos alegados por las partes y resumidos por el Tribunal, alcancen 449 páginas y los votos particulares 196 más, en total, 879. El núcleo de la sentencia está, sin embargo, en los Fundamentos Jurídicos, es decir, en 234 páginas. Mediante su lectura podemos hacernos una idea bas­tante precisa del contenido.

No es ocioso conocer estos datos sobre la extensión de la sentencia para así entender otra de sus características. Se trata de una resolución escrita con una concisión y claridad inusuales en el Tri­bunal. Esta relativa poca extensión va ligada a la estructura formal de la senten­cia. En los Antecedentes se detallan las alegaciones de las partes y en los Funda­mentos, contra lo que es habitual, apenas se sintetizan éstas sino que se indica el Antecedente concreto y, a lo más, se le alude con extrema brevedad siempre con el objetivo de lograr el cabal entendimien­to de lo argumentado.

Pero hay más. Los razonamientos del Tribunal son también sucintos, en especial porque en la mayoría de los casos están fundados en aplicación de jurisprudencia anterior, a la que se re­mite dando una simple referencia (siempre de la resolución clave, no a un largo listado de sentencias como es lo más frecuente) y, en ciertos casos, los menos, al núcleo básico de la doc­trina del Tribunal. También suelen resumirse en los primeros Fundamen­tos de cada bloque la argumentación básica y de ahí resulta, con naturalidad y sencillez, su aplicación a los precep­tos recurridos sin necesidad de muchas más explicaciones. Así pues, a diferen­cia de la mayoría de las sentencias, que suelen caracterizarse por ser muy fa­rragosas (la STC 247/2007, sobre el Estatuto de Valencia, es un caso para­digmático), la STC de la que tratamos se lee con fluidez y no exige un sobre­esfuerzo de comprensión debido a su claridad expositiva.

A esta primera caracterización for­mal, hay que añadir algunas otras más sustanciales. En primer lugar, la sentencia tiene un carácter netamente interpreta­tivo como muestra de un exquisito res­peto por el legislador estatutario al decla­rar nulos sólo 14 de los preceptos recu­rridos. Es decir, la mayoría del Tribunal, mediante la técnica de la “interpretación conforme”, se ha inclinado por conservar la literalidad de los preceptos, aunque haya tenido, en muchos casos, que forzar (y, a veces, retorcer) su interpretación. Precisamente, este ha sido el principal reproche de los magistrados de la mino­ría que han formulado votos particulares. El magistrado Vicente Conde, aún ad­mitiendo por supuesto el uso de las “in­terpretaciones conformes”, considera que la sentencia de la que discrepa utiliza esta técnica “en términos desmedidos”. Y añade que la misma “en modo alguno puede justificar una autoatribuida facul­tad del Tribunal Constitucional de re­configurar la ley que juzga, recreándola”; según su criterio, ello “implica invadir el espacio lógico de la potestad legislativa, atribuida por la Constitución a las Cor­tes Generales como representantes del pueblo español”. También el magistrado Javier Delgado, autor de otro voto dis­crepante, desaprueba que la sentencia no declare la nulidad de preceptos estatuta­rios por la vía de atribuirles “un sentido distinto al que deriva de su texto, con lo que se crea una norma nueva, cometido propio del legislador absolutamente aje­no a la función constitucional de este Tribunal”.

¿En qué medida tienen razón estos magistrados? Distingamos dos aspectos. En primer lugar, en términos generales creo que su apreciación es cierta. En efec­to, de la lectura de los fundamentos se desprende que las “interpretaciones con­formes” son muy numerosas y, en casos, extremadamente forzadas, incluso con­trarias a la literalidad del precepto, con objeto de salvar su constitucionalidad formal. Ello es reprochable dado que puede generar inseguridad jurídica, como ha recordado el Tribunal en numerosas ocasiones que no dejan de mencionar los citados magistrados.

Ahora bien, en segundo lugar, debe­mos preguntarnos si, excepcionalmente, en este supuesto tales interpretaciones conformes no están justificadas. Primero, por el respeto debido a un legislador cier­tamente extraordinario, un legislador que nunca había tenido ocasión de compa­recer delante del Tribunal Constitucional. No olvidemos que un trámite necesario del procedimiento legislativo para apro­bar este Estatuto lo ha constituido el voto en referéndum de los ciudadanos catalanes que, por tanto, han formado parte, en este caso, del poder legislativo estatutario. No pongo en duda la com­petencia del Tribunal para admitir el recurso y dictar la sentencia, cuestión sólo suscitada por un sector ultramino­ritario de la doctrina. Pero tampoco cabe ninguna duda que el supuesto es absolu­tamente inédito y singular; tan inédito y singular que en estos años se ha ido con­formando un consenso implícito alrede­dor de la idea de restablecer en estos casos, es decir, en normas que requieran de un referéndum para su aprobación, el recur­so previo de inconstitucionalidad6.

Además, hay también otro factor, de carácter más coyuntural, que justifi­ca un tipo de sentencia “tan interpreta­tiva” como la presente. Se trata de la constatada dificultad de llegar a formar una mayoría dentro del Tribunal, difi­cultad que ha ocasionado, como ya hemos dicho, un serio desgaste de su autoritas ante la opinión pública. No es cierto que el Tribunal haya estado de­batiendo sobre el Estatuto de Cataluña durante cuatro años. De hecho, empe­zó a debatirlo en enero de 2008, tras la sentencia del Estatuto de Valencia (que, de todas formas, ya se extendió en con­sideraciones que afectaban al Estatuto de Cataluña) y en estos dos años –a ex­cepción de los últimos meses– el Tribu­nal ha dictado sentencias sobre casos difíciles y ha sentado una importante y compleja doctrina sobre la noción de “especial trascendencia constitucional” en la admisibilidad de los recursos de amparo, según el nuevo texto del art. 50.1 b) de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, introducido por la re­forma de 2007. Por tanto, hasta los últimos meses, el debate sobre el Esta­tuto no ha interrumpido la normal producción de sentencias, ni como se dice con frecuencia, ha ocupado todo el tiempo del Tribunal.

Ahora bien, en estos últimos meses, ante el acuciante asedio político y mediá­tico, era urgente que el Tribunal adopta­ra una resolución que zanjara las dudas de constitucionalidad sobre el Estatuto; siempre, naturalmente, que se cumpliera la condición de que tal resolución, ade­más de técnicamente bien fundada y razonablemente argumentada, fuera lo suficientemente clara, sin mácula alguna de ambigüedad en los dictums; es decir, no una claridad meramente expositiva. Pues bien, si se cumplían estas condicio­nes, a mi modo de ver está justificado, en estas circunstancias, que la resolución fuera predominantemente interpretativa, incluso que preceptos objeto de interpre­tación conforme no fueran llevados al fallo. A mi modo de ver, una sentencia como la dictada, que reúne todos estos requisitos, es perfectamente legítima y adecuada.

Bien mirado, tal como estaban las cosas, el Tribunal sólo tenía dos caminos para llegar a formar una mayoría sufi­ciente para su aprobación: el que final­mente ha tomado (una sentencia clara, pero predominantemente interpretativa) o declarar la nulidad de un centenar o más de preceptos, como resulta de los planteamientos de la mayor parte de vo­tos particulares. Si la mayoría se ha al­canzado al fin por el primer camino y la sentencia expresa claramente –como des­pués veremos- las inconstitucionalidades, totales o parciales, que se observan en el texto estatutario, creo que esta mayoría ha optado por el camino más inteligente y efectivo.

Antes de entrar en los asuntos doc­trinales de fondo, otras tres cuestiones revisten interés. Me refiero, naturalmen­te, a interés para entender bien la mane­ra cómo pueden resolverse estos asuntos de fondo.
En primer lugar, la sentencia no resulta doctrinalmente muy innovado­ra. Como ya hemos dicho antes de ma­nera incidental, los principales argumen­tos utilizados para resolver sobre la constitucionalidad de los preceptos re­curridos están basados en jurisprudencia constitucional a la que apenas se añade ningún otro argumento. En este sentido, es una sentencia previsible, con apenas sorpresas en sus aspectos esenciales, y en modo alguno da muestras de activismo judicial por parte del Tribunal. Al con­trario, como antes hemos señalado, se trata de una sentencia muy prudente, obsesionada por respetar el texto de la norma. Ello prueba el error del legisla­dor al ignorar una jurisprudencia que se pretendía cambiar estableciendo unas nuevas bases para el sistema autonómi­co mediante la reforma de la función constitucional de los estatutos.

En segundo lugar, aunque lo niegue en algún fundamento, creo que en la interpretación de bastantes preceptos la sentencia tiene un fuerte carácter preven­tivo, es decir, examina a la luz de la Cons­titución el precepto recurrido calculando las consecuencias de su efectividad, lo cual da una sensación de desconfianza respecto al desarrollo del Estatuto que puede llevar a cabo el legislador catalán. Ciertamente, el TC tiene vedado por su propia doctrina hacer juicios preventivos y debe limitarse a juzgar los preceptos en sí mismos. Ahora bien, en el caso de un Estatuto creo que tiene una cierta justi­ficación hacer juicios preventivos, ya que sus preceptos tienen más vocación de desarrollo legislativo que de aplicación directa. Si a ello añadimos el carácter ambiguo e indeterminado de muchos preceptos, debido sobre todo al escaso rigor técnico y a las frecuentes contradic­ciones del texto estatutario, entra dentro de las funciones del Tribunal advertir que determinados desarrollos legislativos pue­den incurrir en vicio de inconstituciona­lidad para que el Parlamento y el ejecu­tivo catalán lo tengan en cuenta al ejercer sus respectivas funciones legislativas.

Finalmente, en contra de las aparien­cias, el acuerdo general en torno al juicio de constitucionalidad que merece el Es­tatuto, es mucho mayor del que parecen mostrar la doble mayoría y los numero­sos votos particulares. Respecto a la doble mayoría, una aprobó el punto primero del fallo (magistrados Jiménez, Conde, Delgado, Rodríguez-Zapata, Rodríguez Arribas y Aragón) y otra los puntos se­gundo y tercero (magistrados Casas, Ji­ménez, Pérez Vera, Gay, Sala y Aragón). Sólo dos magistrados, pues, formaron parte de ambas mayorías: Guillermo Ji­ménez y Manuel Aragón. Obviamente, el 99 por ciento de la sentencia fue apro­bada por la segunda mayoría, ya que el punto primero del fallo se refiere sólo a una cuestión puntual del Preámbulo con meras consecuencias interpretativas en algún artículo. Por tanto, en una prime­ra apreciación cuantitativa, puede dar la impresión que toda la sentencia sólo fue aprobada por seis magistrados.
Sin embargo, esta apreciación es enga­ñosa ya que la principal discrepancia entre los magistrados Conde, Delgado y Rodríguez Arribas y la mayoría que aprueba los puntos segundo y tercero del fallo, es más cuantitativa que cuali­tativa. Es decir, estos magistrados dis­crepantes suelen coincidir, en líneas generales, sobre las cuestiones de fondo con los magistrados mayoritarios pero disienten fundamentalmente por una razón: consideran que la mayor parte de los preceptos que han sido objeto de “interpretación conforme” –consten o no en el fallo–deberían haber sido de­clarados nulos. Por tanto, a excepción del magistrado Rodríguez Zapata, que alega otras razones de inconstituciona­lidad, nueve magistrados mantienen una doctrina sustancialmente igual sobre los preceptos recurridos aunque no estén de acuerdo en el alcance del fallo. En consecuencia, la resolución del TC ex­presa un consenso de fondo mucho mayor que el que aparentemente reflejan las votaciones.

3. La cuestión clave: naturaleza, contenido y función de los Estatutos

En los Fundamentos Jurídicos (en ade­lante FJ) 3 a 6 y 57, en total seis páginas y media, se resume la doctrina sobre la naturaleza jurídica, el contenido y la fun­ción de los Estatutos de autonomía, as­pectos clave de toda la sentencia. En efecto, en estos fundamentos se estable­cen los parámetros constitucionales bá­sicos desde los que se analizan los precep­tos impugnados, parámetros que, a su vez, son una réplica a las bases jurídicas del proyecto catalán que antes hemos sintetizado. Veamos.

• En relación a su naturaleza, el FJ 3 dice que los Estatutos son normas subor­dinadas a la Constitución, ya que no son expresión del poder constituyente sino de un poder fundado en la Constitución misma. Con estas obvias afirmaciones, se desestima claramente la confusa idea de los Estatutos como ley cuasi-consti­tucional: “como norma suprema del ordenamiento –dice la sentencia– la Constitución no admite igual ni superior, sino sólo normas que le están sometidas en todos los órdenes”. Tampoco da la sentencia ninguna importancia a la idea de que un estatuto puede ser una norma “materialmente constitucional”: simple­mente se limita a calificar este término –como así es– de concepto meramente doctrinal o académico sin valor norma­tivo alguno. Por último, se recuerda que los estatutos se integran en el ordena­miento bajo la forma de ley orgánica, algo también obvio, y extrae la lógica consecuencia de que se relacionan con el resto de normas del ordenamiento a tra­vés de los criterios de jerarquía y compe­tencia, dependiendo esta última, natu­ralmente, del contenido constitucional­mente legítimo de los estatutos.

• Precisamente al contenido de los esta­tutos dedica la sentencia los FJ 4 a 6. Delimitar este contenido en estos prime­ros Fundamentos resulta sumamente acertado porque sirve para orientar toda la doctrina de la sentencia. En efecto, una posición restrictiva en este punto hubie­ra tenido como consecuencia la declara­ción de nulidad de buena parte del Es­tatuto por desbordar a primera vista las materias que le están constitucionalmen­te reservadas. En total, algo más de un centenar de artículos hubieran quedado afectados de inconstitucionalidad por no ser materia estatutaria. El Tribunal, pues, hace un notorio esfuerzo para justificar una concepción amplia del contenido estatutario que le ha permitido salvar, al menos en apariencia, el “estatuto con alma de Constitución” –como ha sido llamado el Estatuto catalán– aún cuando después, al descender a examinarlo en detalle, haya desactivado sus núcleos cen­trales y, por tanto, sus efectos jurídicos sean muy limitados o casi nulos.

Con esta finalidad, la sentencia dis­tingue entre un contenido constitucio­nalmente explícito y otro contenido implícito, tal como ya expuso en la sen­tencia 247/2007, sobre el Estatuto de la Comunidad Valenciana. El contenido explícito es el mencionado en el art. 147.2 CE y en los preceptos constitucionales relativos a la lengua (art. 3 CE), los sím­bolos (art. 4 CE) o la composición del Senado (art. 69.5 CE), entre otros. El contenido implícito, no fijado expresamen­te en la Constitución, es el complemen­to adecuado del anterior por su conexión con las citadas previsiones constitucio­nales, fundamentándose tal adecuación en la función que la Constitución enco­mienda a los Estatutos debido a su con­dición de normas institucionales básicas de las comunidades autónomas (art. 147.1 CE).

Esta expansión del contenido esta­tutario tiene, de acuerdo con la sentencia y como es obvio, algunos límites eviden­tes: por ejemplo, las reservas constitucio­nales a favor de leyes específicas, como es el caso de las leyes orgánicas del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional u otras leyes orgánicas en materias no au­tonómicas. Otros límites, sin embargo, ni son tan evidentes ni están perfilados con claridad, ya que se plantean en un plano de gran abstracción y la misma sentencia reconoce que su delimitación concreta sólo puede llevarse a cabo des­de el mismo Tribunal Constitucional, teniendo en cuenta, por un lado, la divi­soria entre la Constitución y los poderes constituidos y, por otro, los límites que marcan la eficacia regular del sistema en su conjunto.

Desde ambos puntos de vista, la sentencia distingue, a su vez, entre lími­tes cuantitativos y cualitativos Los prime­ros deben tener en cuenta que los Esta­tutos son normas rígidas que inevitable­mente implican una petrificación del ordenamiento, y ello debe hacerse com­patible con el derecho de participación política, no impidiendo que actúe el prin­cipio de reversibilidad de las normas, inherente a la misma idea de democracia. Por tanto, hay que considerar excepcio­nales las leyes que –como el Estatuto– han sido aprobadas mediante procedi­mientos agravados y por mayorías cuali­ficadas. Asimismo, considera el Tribunal que una regulación de detalle en los Es­tatutos puede sólo objetarse por razones de oportunidad, aunque sin olvidar, co­mo se dijo en la STC 247/2007, que lo propio de los Estatutos es regular aspec­tos “centrales o nucleares” de las institu­ciones y las competencias, con lo cual implícitamente excluye regular en un estatuto aspectos de detalle.

Otros límites señalados por la sen­tencia son los cualitativos, es decir, aque­llos contenidos que no se corresponden con materias estatutarias porque, de acuerdo con su naturaleza, son propios de una norma nacida del poder consti­tuyente, es decir, de una Constitución, no de una norma procedente de los po­deres constituidos como es el caso de los Estatutos. En particular, dice la sentencia, hay que excluir de las materias estatutarias “la definición de las categorías y concep­tos constitucionales, entre ellos la defini­ción de la competencia de la competen­cia que, como acto de soberanía, sólo corresponde a la Constitución (…) y sólo al alcance de la función interpreta­tiva de este Tribunal (STC 76/1983)”. Estas consideraciones, que siguen el ca­mino abierto por la sentencia LOAPA en relación a las “normas meramente inter­pretativas”, le permitirá más adelante al Tribunal declarar inconstitucionales, vía nulidad, vía interpretación conforme, determinados preceptos de los decisivos artículos 110, 111 y 112 del Estatuto, en que se pretenden definir las categorías de competencias exclusivas, compartidas y ejecutivas.

• Por último, respecto a la función de los estatutos, la sentencia hace dos opor­tunas precisiones. Primera, los Estatutos no sólo crean un ordenamiento propio sino que garantizan el ordenamiento global (el conjunto del ordenamiento español reducido a unidad por la Cons­titución) dado que la infracción de un Estatuto, por remisión a la Constitución de la cual deriva, incurre en vicio de inconstitucionalidad. Con ello se reafir­ma la noción doctrinal hasta ahora acep­tada de “bloque de la constitucionali­dad” y se rechaza la idea –presente, como hemos visto, en ciertos juristas catalanes– de que los Estatutos, al for­mar parte de tal “bloque”, gozan de indemnidad frente a las otras normas que lo componen. En cuanto a la se­gunda precisión, la sentencia también afirma que los Estatutos son las normas que atribuyen competencias a la comu­nidad respectiva, lo cual es obvio, pero añade que no atribuyen en forma algu­na competencias al Estado –al que le han sido atribuidas directamente por la Constitución– excepto por defecto, es decir, en aplicación de la cláusula resi­dual del art. 149.3 CE o por el alcance de las competencias autonómicas atri­buidas en el propio Estatuto.

De estos cinco básicos fundamentos –3 a 6 y 57– derivan múltiples aplicacio­nes concretas que afectan de forma trans­versal al resto de fundamentos jurídicos y son clave en la interpretación de mu­chos de los preceptos recurridos. Señale­mos sólo dos relevantes consecuencias generales.

1. El Tribunal reafirma de manera con­tundente la supremacía normativa de la Constitución sobre los Estatutos y so­bre el resto del ordenamiento, así como al Tribunal Constitucional como supre­mo intérprete de la misma. Algo obvio, por supuesto, pero que, ante ciertos planteamientos ambiguos, era necesario corroborar.

2. El Tribunal rechazan las bases prin­cipales sobre las cuales se había estruc­turado el Estatuto catalán y a las que antes hemos hecho referencia. En efec­to, se da por sentado implícitamente, que el modelo de Estado de las auto­nomías está configurado y no opera en su reforma el misterioso principio dispositivo; los Estatutos operan den­tro del ordenamiento como leyes or­gánicas y sus peculiaridades procedi­mentales no inciden en su posición ordinamental; en el plano normativo son irrelevantes, como ya hemos seña­lado, calificaciones doctrinales como norma “cuasi-constitucional” o “mate­rialmente constitucional” aplicadas a los Estatutos; los Estatutos forman parte del bloque de la constitucionali­dad, como reconoce el art. 28.2 LOTC, pero ello no significa superio­ridad jerárquica alguna respecto a las demás normas de dicho bloque que les permitan quedar indemnes frente a las mismas; aunque el art. 147.2 CE señale el contenido mínimo de los es­tatutos, su contenido máximo no es indeterminado sino que tiene límites constitucionales que sólo puede esta­blecerlos el Tribunal Constitucional.

Por tanto, como ya hemos dicho, el Tribunal rechaza, en estos pocos funda­mentos, buena parte de las bases teóricas sobre las que se asentaba el Estatuto ca­talán. A partir de ahí, se desprenden con naturalidad las consideraciones de los demás fundamentos, hasta llegar a 147.
4. ¿Qué es lo que queda de las grandes innovaciones?

Por evidentes razones de espacio no po­demos entretenernos en analizar cada uno de los preceptos recurridos, ni si­quiera de la mayoría, y explicar la posi­ción del Tribunal al respecto. Nos limi­taremos, pues, a resumir la posición del Tribunal en las cinco grandes innovacio­nes a las que antes nos referíamos y que desplegaban los dos objetivos básicos del proyecto de Estatuto: singularizar a Ca­taluña respecto de las demás comunida­des y aumentar y garantizar los poderes de la Generalitat.

a) Nación, ciudadanía catalana y derechos históricos

Cataluña no es una nación en el senti­do constitucional del término, tal como se deduce de los arts. 1.2 y 2 CE; es decir, no es una nación con un signi­ficado equivalente a pueblo como poder constituyente. Cataluña, como es obvio desde un punto de vista cons­titucional, solo puede ser una naciona­lidad: así lo proclama el mismo art. 1 del Estatuto (en adelante EAC). Como tal nacionalidad, tiene derecho a la au­tonomía que, en la interpretación del Tribunal, equivale a autogobierno. Así pues, el término “pueblo” aplicado a Cataluña no es equiparable al término “pueblo español” del art. 1.2 CE, su­jeto de la soberanía, sino que se refiere al “conjunto de ciudadanos españoles que han de ser destinatarios de las nor­mas, disposiciones y actos” emanados de la Generalitat; ciudadanos que son, a su vez, los que participan en la for­mación de la voluntad de los poderes de la Generalitat.

Por su parte, respecto a los dere­chos históricos mencionados en el art. 5 EAC, la sentencia estima que no son de la misma naturaleza que los dere­chos forales vascos o navarros, lo cual es evidente, ni tampoco fundamentan el autogobierno de Cataluña, tal como literalmente dice el precepto estatuta­rio, sino que se limitan a anticipar un elenco de competencias en materia de lengua, cultura, educación y sistema institucional, que deben ser concreta­dos y desarrollados en otros preceptos del EAC. Esta, a mi modo de ver, for­zada interpretación, convierte el art. 5 EAC en un precepto inocuo y sin valor normativo alguno.
b) El Estatuto como Constitución de Cataluña

El principio fundamental del nacionalis­mo es que a toda nación le corresponde un Estado. Todo Estado, dice el libera­lismo democrático, debe dotarse de una Constitución. Pues bien, ya que no te­nemos de momento un Estado propio, parecen decir los autores del proyecto de EAC, al menos que nuestro Estatuto se parezca lo más posible a una Constitu­ción. Este curioso razonamiento está en la base del proyecto de EAC con el ob­jeto de que éste tenga apariencia formal de Constitución incluyendo las materias que suelen serle propias.

Ya nos hemos referido a los límites constitucionales del contenido estatuta­rio y a la actitud del Tribunal, respetuosa con el legislador, de acoger una concep­ción amplia de dicho contenido. Sin embargo, a su vez, el Tribunal desactiva el valor jurídico de los preceptos que acoge. Recordemos algunos ejemplos.

En cuanto al catálogo de derechos, de acuerdo con la reciente doctrina de la STC 247/2007, no son por supuesto derechos fundamentales, ni siquiera derechos subjetivos, sino que han que­dado reducidos a simples mandatos al legislador. Al Consejo de Garantías Es­tatutarias, con pretensiones de tener algún parecido con la jurisdicción cons­titucional mediante dictámenes vincu­lantes respecto de leyes reguladoras de derechos, queda reducido a mero órga­no consultivo, tal como ya era antes: sólo el nombre ha cambiado. El Síndic de Greuges, equivalente al Defensor del Pueblo, con pretensiones de desalojar a éste del territorio de Catalunya, queda también tal como estaba. El régimen local está naturalmente sujeto a las bases estatales, como no podía ser menos en virtud de la jurisprudencia constitucio­nal respecto al art. 149.1.18 CE. El intento de Poder Judicial catalán tam­poco se admite dada la unidad jurisdic­cional que la Constitución prescribe: la Generalidad sigue siendo, como antes, competente en la administración de la Administración de Justicia.

En definitiva, la ampliación del contenido estatutario se mantiene en lo fundamental pero sin eficacia alguna. Como ha dicho el profesor Joaquín Tor­nos, de la Universidad de Barcelona, a pesar de que el nuevo Estatuto catalán tenga 223 artículos “el incremento del autogobierno respecto al Estatuto de 1979 es muy limitado”.

c) Regulación del régimen lingüístico

Numerosos artículos del EAC están de­dicados a regular materias lingüísticas. No cabe duda que la voluntad inicial era incorporar al EAC los preceptos clave de la Ley de Política Lingüística de 1998, que no había pasado el filtro del Tribunal Constitucional, para así blindar la polí­tica de la Generalitat al amparo del Es­tatuto, con la convicción de que no se atreverían a declarar preceptos inconsti­tucionales en esta delicada materia. Sin embargo, el tiro les ha salido por la cu­lata: el Tribunal no se ha apeado de su doctrina, especialmente la que se des­prende de las SSTC 82/1986 y 337/1994, y aplicada al EAC, vía nulidad, interpre­tación en el fallo o simple interpretación en los Fundamentos, ha modificado pro­fundamente las bases jurídicas de la po­lítica lingüística catalana. La legislación vigente habrá de acomodarse a la doctri­na de la sentencia y pasar de la actual tendencia al monolingüismo catalán a un bilingüismo que se corresponda con la realidad social y con las previsiones constitucionales. Estos son los principios básicos emanados de la sentencia.

• Catalán y castellano son las lenguas oficiales de todos los poderes públicos radicados en el territorio autonómico, incluidos los órganos de la Administra­ción central y de otras instituciones esta­tales. Ambas lenguas son de uso normal por y ante estos poderes públicos. Ade­más, deben estar situadas en posición de “perfecta igualdad de condiciones por cuanto hace a las formalidades y requisi­tos de su ejercicio, lo que excluye que haya de pedirlo expresamente”, tal como hace el último inciso del art. 50.5 EAC, precepto que a mi juicio hubiera debi­do ser declarado nulo por inconstitu­cional y que es objeto de una forzada interpretación conforme (FJ-23). Ade­más, el catalán no puede ser de uso “preferente” respecto al castellano por­que ello supondría la primacía de una lengua sobre otra, es decir, un trato privilegiado. Por tanto, la prescripción del “uso preferente” del catalán como lengua oficial ha sido declarada, con razón, inconstitucional y nula.

• El catalán puede ser lengua vehicular y de aprendizaje en la enseñanza pero no la única que goce de tal condición, predicable con igual título del castella­no en cuanto es también lengua oficial en Cataluña. No obstante, sentado es­te principio en el FJ-14 y reiterado con más detalle en el FJ-24, no se compren­de que no sea declarado inconstitucio­nal y nulo el art. 35, EAC en sus apar­tados 1 y 2 (primer inciso), en virtud de la regla hermenéutica inclusio unius, exclusio alterius.

• El deber de conocer el catalán sólo es aplicable a aquellas personas relaciona­das con los ámbitos de la educación y de las administraciones públicas. Por tanto, no tiene el carácter generalizado del deber de conocimiento del caste­llano establecido en el art. 3 CE. Así debe interpretarse el significado de tal deber exigido en el art. 6.2 EAC, en una interpretación muy forzada contra la literalidad de la norma.

• Los ciudadanos tienen el derecho de opción lingüística –entre castellano y ca­talán– para relacionarse con los poderes públicos y, por tanto, pueden escoger libremente la lengua con la que se dirigen a ellos. Los poderes públicos tienen la obli­gación de atender a los ciudadanos en la lengua que elijan entre las dos lenguas oficiales. Por tanto, el personal al servicio de las Administraciones radicadas en Cataluña debe acreditar un conocimien­to adecuado y suficiente de las dos len­guas oficiales para ejercer las funciones propias de su cargo o puesto de trabajo. En cambio, en las relaciones entre parti­culares, como se dice al examinar el art. 34 EAC, en el FJ-22, no es exigible el derecho a ser atendido en cualquiera de dichas lenguas dado que en estos casos el derecho de opción lingüística no tiene como correlato un deber al no ser nin­guna de las partes poderes públicos obli­gados a usar las lenguas cooficiales. Es por ello que hubiera debido ser declara­do nulo este art. 34 EAC en lugar de ser objeto de una confusa interpretación que, por lo que se parece deducirse, es contra­ria a la literalidad del texto.

• El criterio territorial delimita la oficia­lidad de una lengua oficial. Por tanto, la sede de una autoridad determina la len­gua oficial en la que deben dirigirse los ciudadanos a los poderes públicos. Esta es la doctrina tradicional del TC en este punto (STC 82/1986) que ratifica esta sentencia. El art. 33.5 EAC determina que los ciudadanos de Cataluña tienen derecho a relacionarse por escrito en catalán con los órganos constitucionales y jurisdiccionales de ámbito estatal de acuerdo con la legislación correspon­diente. La sentencia interpreta que esta legislación estatal puede adecuarse o no, con entera libertad, a este precepto e, interpretada en este sentido, el art. 33.5 EAC es considerado constitucional. A mi modo de ver, esta interpretación es contraria a la doctrina constitucional y la literalidad del precepto imponía que fuera declarado nulo.

d) Las competencias de la Generalitat

Uno de los principales objetivos del nuevo Estatuto era, como ya hemos dicho, el aumento y garantía (el llama­do “blindaje” frente a las presuntas ero­siones del Estado) de las competencias de la Generalitat. Para ello el Estatuto optó, finalmente, por tres vías: definir los tres tipos básicos de competencias; especificar las competencias actuales en materias y submaterias para que, “en todo caso”, petrificaran la situación ac­tual; limitar la competencias del Estado al obligarle a ejercitarlas bajo determi­nadas formas de colaboración. La sen­tencia, sólo mediante la nulidad de tres incisos y mucha interpretación confor­me, aunque muy poca llevada al fallo, impide que se alcancen los objetivos mencionados. Así lo ha admitido el pro­fesor Carles Viver Pi-Sunyer, director del Institut d’Estudis Autonòmics y ju­rista clave en la elaboración del Estatut: “En suma, puede concluirse que la sen­tencia desactiva prácticamente todas las novedades que pretendía introducir el Estatuto en este ámbito [el de las com­petencias]. La situación después de la sentencia será la misma que existía antes de aprobarse el texto estatutario”.

En apretado resumen, la sentencia sienta los principios básicos de la dis­tribución de competencias (los funda­mentales FJ 57 y 58) y redefine los conceptos de competencias exclusivas, compartidas y ejecutivas (arts. 110, 111 y 112 EAC), adecuándolos a la juris­prudencia constitucional. Para ello declara nulo la principal innovación del artículo 111 (el concepto de bases estatales) y efectúa interpretaciones conformes que se llevan al fallo en los artículos 110 (competencias exclusivas) y 112 (competencias ejecutivas). Con todo ello, el TC deja claro que no hay petrificación alguna en la jurispruden­cia constitucional; que la especificación de competencias de la Generalitat (in­cluida la reiterada expresión “en todo caso” al referirse a las competencias que actualmente ya ejerce) tiene un valor meramente descriptivo, en modo algu­no prescriptivo; que el Estado es to­talmente libre en el ejercicio de sus competencias, sin que los Estatutos puedan condicionarlo; y que, en defi­nitiva, la última palabra en la materia será aquella que establezca, en su caso, el Tribunal Constitucional. El alcance de todas estas consideraciones es trans­versal a todo el largo título IV (arts. 110-173) dedicado a las competencias Como decían los citados juristas cata­lanes, la situación no se ha movido de donde estaba. Añado yo que no podía ser de otra manera.

e) La vinculación de los órganos estatales al Estatuto y las relaciones bilaterales.

Acabamos de mencionar cómo la sen­tencia establecía plena libertad para el Estado en el ejercicio de sus propias com­petencias sin estar condicionado para nada por el EAC. Esta misma concepción es la que aplica a otros preceptos en los que se establece la participación de la Generalitat en funciones propias de ór­ganos del Estado. Ciertamente, parece evidente, es decir, es de puro sentido co­mún, que un Estatuto, por su carácter territorial, no es la norma adecuada pa­ra vincular a las instituciones estatales. Sin embargo, también es cierto que en virtud de los principios de colaboración y participación, de carácter netamente federal, las comunidades autónomas –to­das ellas, no sólo Cataluña– pueden par­ticipar en la designación de miembros de determinadas instituciones estatales que afectan a competencias autonómicas, como son el TC, el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal de Cuentas o la Comisión Nacional de la Energía, en­tre otras. La sentencia admite que ello puede llegar a ser así si el legislador esta­tal competente lo dispone, pero actuan­do éste con plena libertad y sin ningún condicionante. Esta interpretación salva, pues, la literalidad de determinados pre­ceptos impugnados, siempre dejando a salvo la competencia estatal exclusiva en estas materias.

En cuanto a las relaciones bilaterales entre la Generalitat y el Estado, ligadas ideológicamente a la condición nacional de Cataluña y que pretendían añadir un toque confederal al Estatuto, la sentencia establece su doctrina básica en el FJ 13, dejando sentado que, si bien “la Gene­ralitat es Estado”, como ya se dijo en la STC 12/1985, el Estado referido no es el “central” sino el Estado que compren­de a éste y a todas las demás comunidades autónomas, es decir, el Estado como con­junto de poderes públicos. Las relaciones de la Generalitat con el Estado son, pues, con el “Estado central” y bajo dos con­diciones: primera, no es una relación entre iguales, ya que el Estado ostenta una relación de superioridad; segunda, el principio de bilateralidad, como el de multilateralidad, es una manifestación del principio general de cooperación. Por tanto, no hay en estas posiciones ningún aroma confederal y sí, en cambio, mucho de federal.

5. Con vistas al futuro

Una primera conclusión general es que la sentencia deja prácticamente las cosas tal como estaban antes del proceso es­tatutario catalán que, a su vez, dio paso a otros procesos de reforma. Este proceso ha sido, como ya dijimos algu­nos en su momento, un viaje a ningu­na parte. Los problemas del Estado de las autonomías eran otros; además no eran muchos, ya que su desarrollo se había llevado a cabo con prudencia y sensatez. Pero el camino que se escogió en el año 2005, el de las reformas esta­tutarias, determinado por tácticas po­líticas del momento, fue equivocado. La sentencia ha puesto fin a las dudas: en los objetivos que se pretendían el Estatuto ha resultado manifiestamente inconstitucional.

Una vez más, el TC ha tenido que hacer una función que propiamente no le corresponde, aunque en el derecho comparado no es extraño que otros tri­bunales del mismo género hayan tenido que realizar en casos excepcionales fun­ciones semejantes: el Tribunal Supremo de Estados Unidos es un claro ejemplo. En nuestro caso, tras una excesiva de­mora en dictar la sentencia, el TC ha sabido resistir innumerables presiones, ilegítimas e injustificables en un Estado de derecho. Por tanto, puede concluir­se que el excelente resultado final, sobre todo si tenemos en cuenta la desidia del legislador al aprobar un Estatuto como el que se aprobó, restituye el honor de un Tribunal sometido a la prueba más difícil de su historia.

El problema inmediato que plantea la sentencia es el de su aplicación. En efecto, su carácter fuertemente inter­pretativo hace que, si bien es indudable que su doctrina se impone al legislador, éste debe actuar con lealtad para mo­dificar las leyes afectadas. No parece que ello vaya a ser fácil, especialmente en Cataluña, donde las reacciones a la sentencia por parte de las más altas au­toridades de la Generalitat han llegado de hecho a un explícito desacato. Espe­remos que el tiempo, que según dicen todo lo cura, vaya imponiendo la sen­satez, en este caso el respeto por las reglas del Estado de derecho.

Queda pendiente, sin embargo, el problema de estabilizar definitivamente el Estado de las autonomías. Ello no compete al Tribunal Constitucional sino al legislador, probablemente al poder constituyente derivado, en definitiva a los partidos y, muy especialmente, a los dos grandes partidos estatales. Espero que no cometan de nuevo la ingenuidad de pretender una reforma con los partidos que cuestionan el Estado de las Autono­mías como modelo federal y quieren acercarse a modelos confederados y asi­métricos. Creo que este es ahora el deba­te que tenemos en puertas. Debate teó­rico, por un lado, en el que tienen voz, entre otros, los juristas, pero debate sobre todo político, entre partidos, en las Cor­tes generales y en la opinión pública. Quizás el fracaso del Estatuto catalán sea un acicate para que el modelo de Estado de las Autonomías se cierre definitiva­mente y acabemos con el problema te­rritorial en España.
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