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¿Es constitucional el Estatuto de Cataluña?
El Estado de las autonomías tras la sentencia del TC
Francesc de Carreras
En el momento de escribir este artículo han transcurrido ya dos meses desde que se hizo pública la esperada sentencia del Tribunal Constitucional (TC) sobre el Estatuto de Cataluña. Quiénes no la han leído, ni quizás lo harán por no ser expertos en la materia, se plantean una pregunta que no les queda todavía clara: la sentencia ¿es favorable o desfavorable a la constitucionalidad del Estatuto?
Se trata de una duda normal por la forma en que ha sido acogida la sentencia, tanto por parte de los juristas especialistas en el tema como por parte de los políticos y de los articulistas. Grosso modo, en ambos grupos se da la misma división de opiniones: unos consideran que el Estatuto en el fondo ha sido desvirtuado, otros que ha salido prácticamente indemne. A esta confusión contribuye también, involuntariamente por supuesto, la lectura de los votos particulares, en buena parte razonablemente fundados que, según como sean interpretados, parecen expresar opiniones muy dispares dentro del Tribunal cuando en realidad, como veremos, hay una coincidencia básica de fondo.
Todo ello es un reflejo de que, a pesar de la sencillez narrativa con la que está redactada la sentencia, ahí se abordan problemas muy complejos para quien no esté avezado en la materia. Son, por tanto, más que justificadas las dudas sobre el significado de tan importante resolución. Y ello hace también que no sea fácil responder con brevedad a un lego en la materia la cuestión un poco simplista planteada al principio: ¿la sentencia es favorable o desfavorable a la constitucionalidad del Estatuto? Ahora bien, que no sea fácil no significa que sea imposible, ni siquiera que sea excesivamente difícil, sobre todo, como es el caso, cuando la respuesta es por escrito y con un espacio suficientemente generoso como el que brinda esta revista.
Permítanme, sin embargo, antes de razonar la respuesta, avanzar el núcleo básico de la conclusión. A la vista del fallo –hecho público el pasado 28 de junio, pero sin ir acompañado por los fundamentos jurídicos ni los votos particulares– ya podía adivinarse que el Estatuto había quedado seriamente tocado, no sólo por los 14 preceptos declarados inconstitucionales sino, sobre todo, por los otros 27 que eran objeto de interpretación conforme. Recordemos que desde los partidos catalanes que aprobaron el Estatuto, apoyados por sectores sociales de la misma Cataluña orquestados desde el Gobierno de la Generalitat, se exigía desde hacía meses que todo el texto debía ser declarado conforme a la Constitución; e incluso pocos días antes de hacerse pública la sentencia, en un ridículo y desesperado intento de frenar su inmediata aprobación, el Parlamento de Cataluña adoptó una resolución instando al TC a que se abstuviera de dictarla por ser incompetente en la materia. Además, pocas horas después de conocerse el fallo, el presidente de la Generalitat José Montilla, en una dura alocución institucional, instó a convocar una manifestación en contra del Tribunal que tuvo lugar el sábado 10 de julio.
Así pues, en este tenso ambiente, el simple fallo fue considerado como un severo varapalo. Dadas las expectativas catalanas, no había para menos: 41 preceptos estaban afectados, total o parcialmente, de inconstitucionalidad. Sin embargo, aún podía alegarse que una gran mayoría habían sido declarados acordes con la Constitución, sobre todo si se desdeñaba, por inofensiva, la técnica de la interpretación conforme.
Ahora bien, el verdadero jarro de agua fría sobrevino con la lectura de la sentencia completa, publicada el 9 de julio, y en especial de sus fundamentos. Efectivamente, en estos fundamentos se iban desgranando, con naturalidad y sencillez, argumentos fácilmente comprensibles que –reiterando una doctrina constitucional muy consolidada– desvertebraban el nuevo edificio que se pretendía construir con el nuevo Estatuto. No se trataba ya de los 41 preceptos afectados de inconstitucionalidad que figuraban en el fallo sino de muchos más: en los fundamentos quedaba claro que el significado que se daba a ciertos preceptos era muy distinto a la intención de sus redactores y que ciertas interpretaciones se proyectaban de forma transversal a títulos enteros de la norma recurrida. Fue entonces cuando se vio con claridad que los objetivos esenciales del Estatuto habían quedado desvirtuados. Como escribió inmediatamente el profesor Fernández Farreres, “tras la lectura de sus fundamentos jurídicos, bien puede afirmarse que ese Estatut ya no es lo que pretendía ser. La Sentencia ha alterado de raíz su sentido y las finalidades perseguidas con su aprobación”.
1. Los objetivos del proyecto catalán
El proceso legislativo que concluyó con la aprobación del Estatuto tuvo dos fases muy diferenciadas a las que corresponden dos textos distintos: el proyecto aprobado por el Parlamento catalán el 30 de septiembre de 2005 y el aprobado en las Cortes Generales que después fue ratificado mediante referéndum en Catalunya. El proyecto inicial aprobado por el Parlamento catalán era contrario a la Constitución en muchas de sus innovaciones fundamentales. Durante la tramitación en el Congreso se introdujeron importantes modificaciones, eliminando así los preceptos más flagrantemente inconstitucionales, pero todavía quedaron algunos flecos por pulir y, sobre todo, muchos preceptos ambiguos, como es habitual en textos legales que son fruto de dificultosos consensos.
Nadie ponía en duda que el Estatuto pasaría por el cedazo del Tribunal Constitucional y seguramente por ello se cerraron acuerdos con la convicción de que sería este alto órgano jurisdiccional quien se encargaría de adaptarlos definitivamente a la Constitución. Esta previsión fue una grave imprudencia, ya que la “patata caliente” servida al Tribunal ha resultado, como no podía ser menos, profundamente indigesta y, como era de esperar, le ha conducido a una grave crisis de credibilidad, erosionando hasta límites muy peligrosos su prestigio y autoridad ante la opinión pública.
Los objetivos centrales del proyecto catalán eran dos: primero, otorgar un trato jurídico singular a Cataluña, dada su condición de nación, que permitiera distinguirla de las demás comunidades autónomas; y, segundo, aumentar y garantizar las competencias de la Generalitat y mejorar su financiación. En definitiva, aumentar la esfera de autogobierno mediante su diferenciación del resto de comunidades.
No debe olvidarse que desde los pactos autonómicos entre PSOE y PP del año 1992 la orientación definitiva del Estado de las autonomías se inclinó hacia formas federales al igualar sustancialmente las competencias de todas las comunidades. Esto, lógicamente, no fue aceptado por los nacionalistas, dado que la “condición nacional” de Cataluña no admitía que fuera tratada como las demás comunidades. De ahí que el sector moderado de este nacionalismo –el PSC maragalliano– optase por proponer un modelo impreciso y desconocido en el derecho comparado, el llamado “federalismo asimétrico”, cuando a principios del año 2000 pacta con ERC e IC con el objetivo de desbancar a CiU del Gobierno de la Generalitat. De este pacto político inicial, al que después CiU no tiene más remedio que añadirse, nacerá el proyecto de Estatuto aprobado en el Parlamento catalán y posteriormente, tras las modificaciones exigidas por el PSOE, el texto definitivo que ha sido objeto de la sentencia constitucional.
Esta singularidad catalana y el aumento y garantía de los poderes de la Generalitat, se concretaban en seis grandes innovaciones:
• Considerar a Cataluña como una nación. Con este término se la distinguía de las demás comunidades que sólo gozaban, según el art. 2 de la Constitución (en adelante CE), de la consideración de nacionalidades o regiones.
• Desbordar el contenido del Estatuto anterior para darle una apariencia formal de Constitución: incluir, pues, en su texto, títulos y capítulos que regularan derechos, deberes y principios rectores, régimen local, poder judicial, acción exterior de la Generalitat y relaciones institucionales con el Estado y la Unión Europea.
• Incorporar al articulado del Estatuto los principales aspectos de la actual política lingüística para así impedir futuras modificaciones parlamentarias.
• Aumentar de las competencias propias mediante la definición de sus diversos tipos, el blindaje frente al Estado de las competencias actuales y la limitación de las competencias de éste, a pesar de estar garantizadas constitucionalmente en el art. 149.1 CE.
• Vincular desde el Estatuto a determinados órganos estatales alegando que es una ley orgánica y, por tanto, una norma de carácter estatal. Además de las competencias, ello afectaba al poder judicial, al Tribunal Constitucional y otros órganos independientes, al sistema de financiación y a la reforma estatutaria.
• Regular los órganos y procedimientos de relación bilateral con el Estado.
Estas innovaciones se basaban en una determinada concepción constitucional del Estatuto como norma jurídica. Esta nueva y peculiar concepción5 derivaba de los siguientes fundamentos:
1. El Estado de las autonomías está “desconstitucionalizado”, es decir, apenas está configurado en el título VIII de la Constitución. En virtud del principio dispositivo (el “derecho a la autonomía” mencionado en el art. 2 CE), es en los Estatutos donde se perfilan los rasgos principales del sistema autonómico. Por tanto, dado que propiamente no existe un modelo constitucional de Estado de las autonomías, puede procederse a su reforma mediante la modificación de los Estatutos.
2. Los Estatutos no son una simple ley orgánica sino que, debido a su procedimiento paccionado de elaboración y reforma, forman parte del bloque de la constitucionalidad y gozan dentro del ordenamiento de una posición cuasi-constitucional, es decir, de hecho materialmente constitucional, que los convierte en complemento de la Constitución en cuanto a la organización territorial del Estado.
3. Esta posición hace que los estatutos sean normas que exijan un especial respeto y lealtad por parte de los demás órganos del Estado. Ello hace que sean invulnerables respecto de las demás leyes que concretan la distribución de competencias y forman también parte de dicho bloque.
4. El contenido constitucional de los Estatutos, determinado en el art. 147.2 CE y puntualmente en algún otro precepto constitucional, es su contenido mínimo. Pero los Estatutos pueden también incluir cualquier otro contenido que permita a la comunidad autónoma desplegar el conjunto de sus funciones constitucionales derivadas de su condición de norma institucional básica de la comunidad, según establece el art. 147.1 CE.
A estos innovadores fundamentos, jurídicamente tan distintos a la doctrina comunmente aceptada, hay que añadir otra notoria imprudencia en los planteamientos jurídicos del proyecto catalán: el olvido de la jurisprudencia constitucional. Efectivamente, en los Estados que, como el nuestro, están dotados de Tribunal Constitucional –es decir, en las democracias constitucionales– no es admisible considerar que la Constitución se reduce a la simple literalidad de su texto, sino que debe considerarse también parte del acervo constitucional la interpretación que de este texto ha ido elaborando el Tribunal Constitucional al hilo de sus resoluciones. Nuestro sistema constitucional, como es sabido, es un sistema jurídico jurisprudencializado.
Por tanto, si bien es razonable sostener que antes de 1981, es decir, antes de que se dictaran las primeras sentencias del Tribunal Constitucional, en el texto estricto de la Constitución no había elementos suficientes para delimitar con exactitud un modelo de organización territorial, hoy, y desde hace bastantes años, ello ya no es así: dicho modelo se ha ido construyendo pacientemente mediante la legalidad que desarrolla la Constitución, especialmente en los Estatutos, a la que debe añadirse la jurisprudencia constitucional que la interpreta.
En el proyecto catalán hubo un adanismo constitucional notoriamente osado e, incluso, escasamente democrático, ya que se pretendía cambiar el modelo constitucional existente por una vía que ni es la prevista en los procedimientos de reforma constitucional, ni respeta una jurisprudencia que, si bien es modificable, hasta que ello no suceda de hecho forma parte de la Constitución misma. Puede alegarse que precisamente esta sentencia era la ocasión para cambiar la jurisprudencia. Ahora bien, no es sensato pensar que un Tribunal que tiene por norma, incluso por obligación, ser prudente en los cambios de doctrina, ya que la estabilidad constitucional es uno de los valores que debe preservar, efectuara un giro tan profundo como el que exigía el Estatuto catalán.
Estas bases constitucionales configuraron el proyecto aprobado en el Parlamento de Cataluña. A su paso por el Congreso, como ya hemos dicho, este proyecto fue profundamente modificado debido especialmente a las objeciones de constitucionalidad contenidas en el dictamen jurídico encargado por el grupo parlamentario socialista a una comisión de cuatro profesores de derecho constitucional que sirvió de parámetro a dicho grupo para enmendar el proyecto. No obstante, como también hemos señalado, dichas modificaciones dejaron flecos con presuntas tachas de inconstitucionalidad, muchos preceptos ambiguos y, sobre todo, una finalidad de la norma que seguía respondiendo a los objetivos iniciales del Parlamento catalán. A la tarea de detectar y acomodar a la Constitución estos flecos y ambigüedades, así como también a impedir que la finalidad de la norma pudiera ser utilizada para escapar del ámbito constitucional, se ha dedicado el Tribunal en su sentencia.
2. Las peculiaridades de la sentencia
El Estado de las autonomías tras la sentencia del TC
Francesc de Carreras
En el momento de escribir este artículo han transcurrido ya dos meses desde que se hizo pública la esperada sentencia del Tribunal Constitucional (TC) sobre el Estatuto de Cataluña. Quiénes no la han leído, ni quizás lo harán por no ser expertos en la materia, se plantean una pregunta que no les queda todavía clara: la sentencia ¿es favorable o desfavorable a la constitucionalidad del Estatuto?
Se trata de una duda normal por la forma en que ha sido acogida la sentencia, tanto por parte de los juristas especialistas en el tema como por parte de los políticos y de los articulistas. Grosso modo, en ambos grupos se da la misma división de opiniones: unos consideran que el Estatuto en el fondo ha sido desvirtuado, otros que ha salido prácticamente indemne. A esta confusión contribuye también, involuntariamente por supuesto, la lectura de los votos particulares, en buena parte razonablemente fundados que, según como sean interpretados, parecen expresar opiniones muy dispares dentro del Tribunal cuando en realidad, como veremos, hay una coincidencia básica de fondo.
Todo ello es un reflejo de que, a pesar de la sencillez narrativa con la que está redactada la sentencia, ahí se abordan problemas muy complejos para quien no esté avezado en la materia. Son, por tanto, más que justificadas las dudas sobre el significado de tan importante resolución. Y ello hace también que no sea fácil responder con brevedad a un lego en la materia la cuestión un poco simplista planteada al principio: ¿la sentencia es favorable o desfavorable a la constitucionalidad del Estatuto? Ahora bien, que no sea fácil no significa que sea imposible, ni siquiera que sea excesivamente difícil, sobre todo, como es el caso, cuando la respuesta es por escrito y con un espacio suficientemente generoso como el que brinda esta revista.
Permítanme, sin embargo, antes de razonar la respuesta, avanzar el núcleo básico de la conclusión. A la vista del fallo –hecho público el pasado 28 de junio, pero sin ir acompañado por los fundamentos jurídicos ni los votos particulares– ya podía adivinarse que el Estatuto había quedado seriamente tocado, no sólo por los 14 preceptos declarados inconstitucionales sino, sobre todo, por los otros 27 que eran objeto de interpretación conforme. Recordemos que desde los partidos catalanes que aprobaron el Estatuto, apoyados por sectores sociales de la misma Cataluña orquestados desde el Gobierno de la Generalitat, se exigía desde hacía meses que todo el texto debía ser declarado conforme a la Constitución; e incluso pocos días antes de hacerse pública la sentencia, en un ridículo y desesperado intento de frenar su inmediata aprobación, el Parlamento de Cataluña adoptó una resolución instando al TC a que se abstuviera de dictarla por ser incompetente en la materia. Además, pocas horas después de conocerse el fallo, el presidente de la Generalitat José Montilla, en una dura alocución institucional, instó a convocar una manifestación en contra del Tribunal que tuvo lugar el sábado 10 de julio.
Así pues, en este tenso ambiente, el simple fallo fue considerado como un severo varapalo. Dadas las expectativas catalanas, no había para menos: 41 preceptos estaban afectados, total o parcialmente, de inconstitucionalidad. Sin embargo, aún podía alegarse que una gran mayoría habían sido declarados acordes con la Constitución, sobre todo si se desdeñaba, por inofensiva, la técnica de la interpretación conforme.
Ahora bien, el verdadero jarro de agua fría sobrevino con la lectura de la sentencia completa, publicada el 9 de julio, y en especial de sus fundamentos. Efectivamente, en estos fundamentos se iban desgranando, con naturalidad y sencillez, argumentos fácilmente comprensibles que –reiterando una doctrina constitucional muy consolidada– desvertebraban el nuevo edificio que se pretendía construir con el nuevo Estatuto. No se trataba ya de los 41 preceptos afectados de inconstitucionalidad que figuraban en el fallo sino de muchos más: en los fundamentos quedaba claro que el significado que se daba a ciertos preceptos era muy distinto a la intención de sus redactores y que ciertas interpretaciones se proyectaban de forma transversal a títulos enteros de la norma recurrida. Fue entonces cuando se vio con claridad que los objetivos esenciales del Estatuto habían quedado desvirtuados. Como escribió inmediatamente el profesor Fernández Farreres, “tras la lectura de sus fundamentos jurídicos, bien puede afirmarse que ese Estatut ya no es lo que pretendía ser. La Sentencia ha alterado de raíz su sentido y las finalidades perseguidas con su aprobación”.
1. Los objetivos del proyecto catalán
El proceso legislativo que concluyó con la aprobación del Estatuto tuvo dos fases muy diferenciadas a las que corresponden dos textos distintos: el proyecto aprobado por el Parlamento catalán el 30 de septiembre de 2005 y el aprobado en las Cortes Generales que después fue ratificado mediante referéndum en Catalunya. El proyecto inicial aprobado por el Parlamento catalán era contrario a la Constitución en muchas de sus innovaciones fundamentales. Durante la tramitación en el Congreso se introdujeron importantes modificaciones, eliminando así los preceptos más flagrantemente inconstitucionales, pero todavía quedaron algunos flecos por pulir y, sobre todo, muchos preceptos ambiguos, como es habitual en textos legales que son fruto de dificultosos consensos.
Nadie ponía en duda que el Estatuto pasaría por el cedazo del Tribunal Constitucional y seguramente por ello se cerraron acuerdos con la convicción de que sería este alto órgano jurisdiccional quien se encargaría de adaptarlos definitivamente a la Constitución. Esta previsión fue una grave imprudencia, ya que la “patata caliente” servida al Tribunal ha resultado, como no podía ser menos, profundamente indigesta y, como era de esperar, le ha conducido a una grave crisis de credibilidad, erosionando hasta límites muy peligrosos su prestigio y autoridad ante la opinión pública.
Los objetivos centrales del proyecto catalán eran dos: primero, otorgar un trato jurídico singular a Cataluña, dada su condición de nación, que permitiera distinguirla de las demás comunidades autónomas; y, segundo, aumentar y garantizar las competencias de la Generalitat y mejorar su financiación. En definitiva, aumentar la esfera de autogobierno mediante su diferenciación del resto de comunidades.
No debe olvidarse que desde los pactos autonómicos entre PSOE y PP del año 1992 la orientación definitiva del Estado de las autonomías se inclinó hacia formas federales al igualar sustancialmente las competencias de todas las comunidades. Esto, lógicamente, no fue aceptado por los nacionalistas, dado que la “condición nacional” de Cataluña no admitía que fuera tratada como las demás comunidades. De ahí que el sector moderado de este nacionalismo –el PSC maragalliano– optase por proponer un modelo impreciso y desconocido en el derecho comparado, el llamado “federalismo asimétrico”, cuando a principios del año 2000 pacta con ERC e IC con el objetivo de desbancar a CiU del Gobierno de la Generalitat. De este pacto político inicial, al que después CiU no tiene más remedio que añadirse, nacerá el proyecto de Estatuto aprobado en el Parlamento catalán y posteriormente, tras las modificaciones exigidas por el PSOE, el texto definitivo que ha sido objeto de la sentencia constitucional.
Esta singularidad catalana y el aumento y garantía de los poderes de la Generalitat, se concretaban en seis grandes innovaciones:
• Considerar a Cataluña como una nación. Con este término se la distinguía de las demás comunidades que sólo gozaban, según el art. 2 de la Constitución (en adelante CE), de la consideración de nacionalidades o regiones.
• Desbordar el contenido del Estatuto anterior para darle una apariencia formal de Constitución: incluir, pues, en su texto, títulos y capítulos que regularan derechos, deberes y principios rectores, régimen local, poder judicial, acción exterior de la Generalitat y relaciones institucionales con el Estado y la Unión Europea.
• Incorporar al articulado del Estatuto los principales aspectos de la actual política lingüística para así impedir futuras modificaciones parlamentarias.
• Aumentar de las competencias propias mediante la definición de sus diversos tipos, el blindaje frente al Estado de las competencias actuales y la limitación de las competencias de éste, a pesar de estar garantizadas constitucionalmente en el art. 149.1 CE.
• Vincular desde el Estatuto a determinados órganos estatales alegando que es una ley orgánica y, por tanto, una norma de carácter estatal. Además de las competencias, ello afectaba al poder judicial, al Tribunal Constitucional y otros órganos independientes, al sistema de financiación y a la reforma estatutaria.
• Regular los órganos y procedimientos de relación bilateral con el Estado.
Estas innovaciones se basaban en una determinada concepción constitucional del Estatuto como norma jurídica. Esta nueva y peculiar concepción5 derivaba de los siguientes fundamentos:
1. El Estado de las autonomías está “desconstitucionalizado”, es decir, apenas está configurado en el título VIII de la Constitución. En virtud del principio dispositivo (el “derecho a la autonomía” mencionado en el art. 2 CE), es en los Estatutos donde se perfilan los rasgos principales del sistema autonómico. Por tanto, dado que propiamente no existe un modelo constitucional de Estado de las autonomías, puede procederse a su reforma mediante la modificación de los Estatutos.
2. Los Estatutos no son una simple ley orgánica sino que, debido a su procedimiento paccionado de elaboración y reforma, forman parte del bloque de la constitucionalidad y gozan dentro del ordenamiento de una posición cuasi-constitucional, es decir, de hecho materialmente constitucional, que los convierte en complemento de la Constitución en cuanto a la organización territorial del Estado.
3. Esta posición hace que los estatutos sean normas que exijan un especial respeto y lealtad por parte de los demás órganos del Estado. Ello hace que sean invulnerables respecto de las demás leyes que concretan la distribución de competencias y forman también parte de dicho bloque.
4. El contenido constitucional de los Estatutos, determinado en el art. 147.2 CE y puntualmente en algún otro precepto constitucional, es su contenido mínimo. Pero los Estatutos pueden también incluir cualquier otro contenido que permita a la comunidad autónoma desplegar el conjunto de sus funciones constitucionales derivadas de su condición de norma institucional básica de la comunidad, según establece el art. 147.1 CE.
A estos innovadores fundamentos, jurídicamente tan distintos a la doctrina comunmente aceptada, hay que añadir otra notoria imprudencia en los planteamientos jurídicos del proyecto catalán: el olvido de la jurisprudencia constitucional. Efectivamente, en los Estados que, como el nuestro, están dotados de Tribunal Constitucional –es decir, en las democracias constitucionales– no es admisible considerar que la Constitución se reduce a la simple literalidad de su texto, sino que debe considerarse también parte del acervo constitucional la interpretación que de este texto ha ido elaborando el Tribunal Constitucional al hilo de sus resoluciones. Nuestro sistema constitucional, como es sabido, es un sistema jurídico jurisprudencializado.
Por tanto, si bien es razonable sostener que antes de 1981, es decir, antes de que se dictaran las primeras sentencias del Tribunal Constitucional, en el texto estricto de la Constitución no había elementos suficientes para delimitar con exactitud un modelo de organización territorial, hoy, y desde hace bastantes años, ello ya no es así: dicho modelo se ha ido construyendo pacientemente mediante la legalidad que desarrolla la Constitución, especialmente en los Estatutos, a la que debe añadirse la jurisprudencia constitucional que la interpreta.
En el proyecto catalán hubo un adanismo constitucional notoriamente osado e, incluso, escasamente democrático, ya que se pretendía cambiar el modelo constitucional existente por una vía que ni es la prevista en los procedimientos de reforma constitucional, ni respeta una jurisprudencia que, si bien es modificable, hasta que ello no suceda de hecho forma parte de la Constitución misma. Puede alegarse que precisamente esta sentencia era la ocasión para cambiar la jurisprudencia. Ahora bien, no es sensato pensar que un Tribunal que tiene por norma, incluso por obligación, ser prudente en los cambios de doctrina, ya que la estabilidad constitucional es uno de los valores que debe preservar, efectuara un giro tan profundo como el que exigía el Estatuto catalán.
Estas bases constitucionales configuraron el proyecto aprobado en el Parlamento de Cataluña. A su paso por el Congreso, como ya hemos dicho, este proyecto fue profundamente modificado debido especialmente a las objeciones de constitucionalidad contenidas en el dictamen jurídico encargado por el grupo parlamentario socialista a una comisión de cuatro profesores de derecho constitucional que sirvió de parámetro a dicho grupo para enmendar el proyecto. No obstante, como también hemos señalado, dichas modificaciones dejaron flecos con presuntas tachas de inconstitucionalidad, muchos preceptos ambiguos y, sobre todo, una finalidad de la norma que seguía respondiendo a los objetivos iniciales del Parlamento catalán. A la tarea de detectar y acomodar a la Constitución estos flecos y ambigüedades, así como también a impedir que la finalidad de la norma pudiera ser utilizada para escapar del ámbito constitucional, se ha dedicado el Tribunal en su sentencia.
2. Las peculiaridades de la sentencia
Contrariamente a la opinión común, la STC 31/2010 no es de una gran extensión si se tiene en cuenta el hecho extraordinario e inédito que se impugnaron más de doscientos preceptos incluidos en alrededor de 120 artículos. Como es sabido, la parte más importante de toda sentencia son los Fundamentos Jurídicos que en este caso abarcan 234 páginas tamaño DINA-4 a doble espacio: de promedio poco más de una página por precepto. Cuestión distinta es que los Antecedentes, básicamente los argumentos alegados por las partes y resumidos por el Tribunal, alcancen 449 páginas y los votos particulares 196 más, en total, 879. El núcleo de la sentencia está, sin embargo, en los Fundamentos Jurídicos, es decir, en 234 páginas. Mediante su lectura podemos hacernos una idea bastante precisa del contenido.
No es ocioso conocer estos datos sobre la extensión de la sentencia para así entender otra de sus características. Se trata de una resolución escrita con una concisión y claridad inusuales en el Tribunal. Esta relativa poca extensión va ligada a la estructura formal de la sentencia. En los Antecedentes se detallan las alegaciones de las partes y en los Fundamentos, contra lo que es habitual, apenas se sintetizan éstas sino que se indica el Antecedente concreto y, a lo más, se le alude con extrema brevedad siempre con el objetivo de lograr el cabal entendimiento de lo argumentado.
Pero hay más. Los razonamientos del Tribunal son también sucintos, en especial porque en la mayoría de los casos están fundados en aplicación de jurisprudencia anterior, a la que se remite dando una simple referencia (siempre de la resolución clave, no a un largo listado de sentencias como es lo más frecuente) y, en ciertos casos, los menos, al núcleo básico de la doctrina del Tribunal. También suelen resumirse en los primeros Fundamentos de cada bloque la argumentación básica y de ahí resulta, con naturalidad y sencillez, su aplicación a los preceptos recurridos sin necesidad de muchas más explicaciones. Así pues, a diferencia de la mayoría de las sentencias, que suelen caracterizarse por ser muy farragosas (la STC 247/2007, sobre el Estatuto de Valencia, es un caso paradigmático), la STC de la que tratamos se lee con fluidez y no exige un sobreesfuerzo de comprensión debido a su claridad expositiva.
A esta primera caracterización formal, hay que añadir algunas otras más sustanciales. En primer lugar, la sentencia tiene un carácter netamente interpretativo como muestra de un exquisito respeto por el legislador estatutario al declarar nulos sólo 14 de los preceptos recurridos. Es decir, la mayoría del Tribunal, mediante la técnica de la “interpretación conforme”, se ha inclinado por conservar la literalidad de los preceptos, aunque haya tenido, en muchos casos, que forzar (y, a veces, retorcer) su interpretación. Precisamente, este ha sido el principal reproche de los magistrados de la minoría que han formulado votos particulares. El magistrado Vicente Conde, aún admitiendo por supuesto el uso de las “interpretaciones conformes”, considera que la sentencia de la que discrepa utiliza esta técnica “en términos desmedidos”. Y añade que la misma “en modo alguno puede justificar una autoatribuida facultad del Tribunal Constitucional de reconfigurar la ley que juzga, recreándola”; según su criterio, ello “implica invadir el espacio lógico de la potestad legislativa, atribuida por la Constitución a las Cortes Generales como representantes del pueblo español”. También el magistrado Javier Delgado, autor de otro voto discrepante, desaprueba que la sentencia no declare la nulidad de preceptos estatutarios por la vía de atribuirles “un sentido distinto al que deriva de su texto, con lo que se crea una norma nueva, cometido propio del legislador absolutamente ajeno a la función constitucional de este Tribunal”.
¿En qué medida tienen razón estos magistrados? Distingamos dos aspectos. En primer lugar, en términos generales creo que su apreciación es cierta. En efecto, de la lectura de los fundamentos se desprende que las “interpretaciones conformes” son muy numerosas y, en casos, extremadamente forzadas, incluso contrarias a la literalidad del precepto, con objeto de salvar su constitucionalidad formal. Ello es reprochable dado que puede generar inseguridad jurídica, como ha recordado el Tribunal en numerosas ocasiones que no dejan de mencionar los citados magistrados.
Ahora bien, en segundo lugar, debemos preguntarnos si, excepcionalmente, en este supuesto tales interpretaciones conformes no están justificadas. Primero, por el respeto debido a un legislador ciertamente extraordinario, un legislador que nunca había tenido ocasión de comparecer delante del Tribunal Constitucional. No olvidemos que un trámite necesario del procedimiento legislativo para aprobar este Estatuto lo ha constituido el voto en referéndum de los ciudadanos catalanes que, por tanto, han formado parte, en este caso, del poder legislativo estatutario. No pongo en duda la competencia del Tribunal para admitir el recurso y dictar la sentencia, cuestión sólo suscitada por un sector ultraminoritario de la doctrina. Pero tampoco cabe ninguna duda que el supuesto es absolutamente inédito y singular; tan inédito y singular que en estos años se ha ido conformando un consenso implícito alrededor de la idea de restablecer en estos casos, es decir, en normas que requieran de un referéndum para su aprobación, el recurso previo de inconstitucionalidad6.
Además, hay también otro factor, de carácter más coyuntural, que justifica un tipo de sentencia “tan interpretativa” como la presente. Se trata de la constatada dificultad de llegar a formar una mayoría dentro del Tribunal, dificultad que ha ocasionado, como ya hemos dicho, un serio desgaste de su autoritas ante la opinión pública. No es cierto que el Tribunal haya estado debatiendo sobre el Estatuto de Cataluña durante cuatro años. De hecho, empezó a debatirlo en enero de 2008, tras la sentencia del Estatuto de Valencia (que, de todas formas, ya se extendió en consideraciones que afectaban al Estatuto de Cataluña) y en estos dos años –a excepción de los últimos meses– el Tribunal ha dictado sentencias sobre casos difíciles y ha sentado una importante y compleja doctrina sobre la noción de “especial trascendencia constitucional” en la admisibilidad de los recursos de amparo, según el nuevo texto del art. 50.1 b) de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, introducido por la reforma de 2007. Por tanto, hasta los últimos meses, el debate sobre el Estatuto no ha interrumpido la normal producción de sentencias, ni como se dice con frecuencia, ha ocupado todo el tiempo del Tribunal.
Ahora bien, en estos últimos meses, ante el acuciante asedio político y mediático, era urgente que el Tribunal adoptara una resolución que zanjara las dudas de constitucionalidad sobre el Estatuto; siempre, naturalmente, que se cumpliera la condición de que tal resolución, además de técnicamente bien fundada y razonablemente argumentada, fuera lo suficientemente clara, sin mácula alguna de ambigüedad en los dictums; es decir, no una claridad meramente expositiva. Pues bien, si se cumplían estas condiciones, a mi modo de ver está justificado, en estas circunstancias, que la resolución fuera predominantemente interpretativa, incluso que preceptos objeto de interpretación conforme no fueran llevados al fallo. A mi modo de ver, una sentencia como la dictada, que reúne todos estos requisitos, es perfectamente legítima y adecuada.
Bien mirado, tal como estaban las cosas, el Tribunal sólo tenía dos caminos para llegar a formar una mayoría suficiente para su aprobación: el que finalmente ha tomado (una sentencia clara, pero predominantemente interpretativa) o declarar la nulidad de un centenar o más de preceptos, como resulta de los planteamientos de la mayor parte de votos particulares. Si la mayoría se ha alcanzado al fin por el primer camino y la sentencia expresa claramente –como después veremos- las inconstitucionalidades, totales o parciales, que se observan en el texto estatutario, creo que esta mayoría ha optado por el camino más inteligente y efectivo.
Antes de entrar en los asuntos doctrinales de fondo, otras tres cuestiones revisten interés. Me refiero, naturalmente, a interés para entender bien la manera cómo pueden resolverse estos asuntos de fondo.
En primer lugar, la sentencia no resulta doctrinalmente muy innovadora. Como ya hemos dicho antes de manera incidental, los principales argumentos utilizados para resolver sobre la constitucionalidad de los preceptos recurridos están basados en jurisprudencia constitucional a la que apenas se añade ningún otro argumento. En este sentido, es una sentencia previsible, con apenas sorpresas en sus aspectos esenciales, y en modo alguno da muestras de activismo judicial por parte del Tribunal. Al contrario, como antes hemos señalado, se trata de una sentencia muy prudente, obsesionada por respetar el texto de la norma. Ello prueba el error del legislador al ignorar una jurisprudencia que se pretendía cambiar estableciendo unas nuevas bases para el sistema autonómico mediante la reforma de la función constitucional de los estatutos.
En segundo lugar, aunque lo niegue en algún fundamento, creo que en la interpretación de bastantes preceptos la sentencia tiene un fuerte carácter preventivo, es decir, examina a la luz de la Constitución el precepto recurrido calculando las consecuencias de su efectividad, lo cual da una sensación de desconfianza respecto al desarrollo del Estatuto que puede llevar a cabo el legislador catalán. Ciertamente, el TC tiene vedado por su propia doctrina hacer juicios preventivos y debe limitarse a juzgar los preceptos en sí mismos. Ahora bien, en el caso de un Estatuto creo que tiene una cierta justificación hacer juicios preventivos, ya que sus preceptos tienen más vocación de desarrollo legislativo que de aplicación directa. Si a ello añadimos el carácter ambiguo e indeterminado de muchos preceptos, debido sobre todo al escaso rigor técnico y a las frecuentes contradicciones del texto estatutario, entra dentro de las funciones del Tribunal advertir que determinados desarrollos legislativos pueden incurrir en vicio de inconstitucionalidad para que el Parlamento y el ejecutivo catalán lo tengan en cuenta al ejercer sus respectivas funciones legislativas.
Finalmente, en contra de las apariencias, el acuerdo general en torno al juicio de constitucionalidad que merece el Estatuto, es mucho mayor del que parecen mostrar la doble mayoría y los numerosos votos particulares. Respecto a la doble mayoría, una aprobó el punto primero del fallo (magistrados Jiménez, Conde, Delgado, Rodríguez-Zapata, Rodríguez Arribas y Aragón) y otra los puntos segundo y tercero (magistrados Casas, Jiménez, Pérez Vera, Gay, Sala y Aragón). Sólo dos magistrados, pues, formaron parte de ambas mayorías: Guillermo Jiménez y Manuel Aragón. Obviamente, el 99 por ciento de la sentencia fue aprobada por la segunda mayoría, ya que el punto primero del fallo se refiere sólo a una cuestión puntual del Preámbulo con meras consecuencias interpretativas en algún artículo. Por tanto, en una primera apreciación cuantitativa, puede dar la impresión que toda la sentencia sólo fue aprobada por seis magistrados.
Sin embargo, esta apreciación es engañosa ya que la principal discrepancia entre los magistrados Conde, Delgado y Rodríguez Arribas y la mayoría que aprueba los puntos segundo y tercero del fallo, es más cuantitativa que cualitativa. Es decir, estos magistrados discrepantes suelen coincidir, en líneas generales, sobre las cuestiones de fondo con los magistrados mayoritarios pero disienten fundamentalmente por una razón: consideran que la mayor parte de los preceptos que han sido objeto de “interpretación conforme” –consten o no en el fallo–deberían haber sido declarados nulos. Por tanto, a excepción del magistrado Rodríguez Zapata, que alega otras razones de inconstitucionalidad, nueve magistrados mantienen una doctrina sustancialmente igual sobre los preceptos recurridos aunque no estén de acuerdo en el alcance del fallo. En consecuencia, la resolución del TC expresa un consenso de fondo mucho mayor que el que aparentemente reflejan las votaciones.
3. La cuestión clave: naturaleza, contenido y función de los Estatutos
En los Fundamentos Jurídicos (en adelante FJ) 3 a 6 y 57, en total seis páginas y media, se resume la doctrina sobre la naturaleza jurídica, el contenido y la función de los Estatutos de autonomía, aspectos clave de toda la sentencia. En efecto, en estos fundamentos se establecen los parámetros constitucionales básicos desde los que se analizan los preceptos impugnados, parámetros que, a su vez, son una réplica a las bases jurídicas del proyecto catalán que antes hemos sintetizado. Veamos.
• En relación a su naturaleza, el FJ 3 dice que los Estatutos son normas subordinadas a la Constitución, ya que no son expresión del poder constituyente sino de un poder fundado en la Constitución misma. Con estas obvias afirmaciones, se desestima claramente la confusa idea de los Estatutos como ley cuasi-constitucional: “como norma suprema del ordenamiento –dice la sentencia– la Constitución no admite igual ni superior, sino sólo normas que le están sometidas en todos los órdenes”. Tampoco da la sentencia ninguna importancia a la idea de que un estatuto puede ser una norma “materialmente constitucional”: simplemente se limita a calificar este término –como así es– de concepto meramente doctrinal o académico sin valor normativo alguno. Por último, se recuerda que los estatutos se integran en el ordenamiento bajo la forma de ley orgánica, algo también obvio, y extrae la lógica consecuencia de que se relacionan con el resto de normas del ordenamiento a través de los criterios de jerarquía y competencia, dependiendo esta última, naturalmente, del contenido constitucionalmente legítimo de los estatutos.
• Precisamente al contenido de los estatutos dedica la sentencia los FJ 4 a 6. Delimitar este contenido en estos primeros Fundamentos resulta sumamente acertado porque sirve para orientar toda la doctrina de la sentencia. En efecto, una posición restrictiva en este punto hubiera tenido como consecuencia la declaración de nulidad de buena parte del Estatuto por desbordar a primera vista las materias que le están constitucionalmente reservadas. En total, algo más de un centenar de artículos hubieran quedado afectados de inconstitucionalidad por no ser materia estatutaria. El Tribunal, pues, hace un notorio esfuerzo para justificar una concepción amplia del contenido estatutario que le ha permitido salvar, al menos en apariencia, el “estatuto con alma de Constitución” –como ha sido llamado el Estatuto catalán– aún cuando después, al descender a examinarlo en detalle, haya desactivado sus núcleos centrales y, por tanto, sus efectos jurídicos sean muy limitados o casi nulos.
Con esta finalidad, la sentencia distingue entre un contenido constitucionalmente explícito y otro contenido implícito, tal como ya expuso en la sentencia 247/2007, sobre el Estatuto de la Comunidad Valenciana. El contenido explícito es el mencionado en el art. 147.2 CE y en los preceptos constitucionales relativos a la lengua (art. 3 CE), los símbolos (art. 4 CE) o la composición del Senado (art. 69.5 CE), entre otros. El contenido implícito, no fijado expresamente en la Constitución, es el complemento adecuado del anterior por su conexión con las citadas previsiones constitucionales, fundamentándose tal adecuación en la función que la Constitución encomienda a los Estatutos debido a su condición de normas institucionales básicas de las comunidades autónomas (art. 147.1 CE).
Esta expansión del contenido estatutario tiene, de acuerdo con la sentencia y como es obvio, algunos límites evidentes: por ejemplo, las reservas constitucionales a favor de leyes específicas, como es el caso de las leyes orgánicas del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional u otras leyes orgánicas en materias no autonómicas. Otros límites, sin embargo, ni son tan evidentes ni están perfilados con claridad, ya que se plantean en un plano de gran abstracción y la misma sentencia reconoce que su delimitación concreta sólo puede llevarse a cabo desde el mismo Tribunal Constitucional, teniendo en cuenta, por un lado, la divisoria entre la Constitución y los poderes constituidos y, por otro, los límites que marcan la eficacia regular del sistema en su conjunto.
Desde ambos puntos de vista, la sentencia distingue, a su vez, entre límites cuantitativos y cualitativos Los primeros deben tener en cuenta que los Estatutos son normas rígidas que inevitablemente implican una petrificación del ordenamiento, y ello debe hacerse compatible con el derecho de participación política, no impidiendo que actúe el principio de reversibilidad de las normas, inherente a la misma idea de democracia. Por tanto, hay que considerar excepcionales las leyes que –como el Estatuto– han sido aprobadas mediante procedimientos agravados y por mayorías cualificadas. Asimismo, considera el Tribunal que una regulación de detalle en los Estatutos puede sólo objetarse por razones de oportunidad, aunque sin olvidar, como se dijo en la STC 247/2007, que lo propio de los Estatutos es regular aspectos “centrales o nucleares” de las instituciones y las competencias, con lo cual implícitamente excluye regular en un estatuto aspectos de detalle.
Otros límites señalados por la sentencia son los cualitativos, es decir, aquellos contenidos que no se corresponden con materias estatutarias porque, de acuerdo con su naturaleza, son propios de una norma nacida del poder constituyente, es decir, de una Constitución, no de una norma procedente de los poderes constituidos como es el caso de los Estatutos. En particular, dice la sentencia, hay que excluir de las materias estatutarias “la definición de las categorías y conceptos constitucionales, entre ellos la definición de la competencia de la competencia que, como acto de soberanía, sólo corresponde a la Constitución (…) y sólo al alcance de la función interpretativa de este Tribunal (STC 76/1983)”. Estas consideraciones, que siguen el camino abierto por la sentencia LOAPA en relación a las “normas meramente interpretativas”, le permitirá más adelante al Tribunal declarar inconstitucionales, vía nulidad, vía interpretación conforme, determinados preceptos de los decisivos artículos 110, 111 y 112 del Estatuto, en que se pretenden definir las categorías de competencias exclusivas, compartidas y ejecutivas.
• Por último, respecto a la función de los estatutos, la sentencia hace dos oportunas precisiones. Primera, los Estatutos no sólo crean un ordenamiento propio sino que garantizan el ordenamiento global (el conjunto del ordenamiento español reducido a unidad por la Constitución) dado que la infracción de un Estatuto, por remisión a la Constitución de la cual deriva, incurre en vicio de inconstitucionalidad. Con ello se reafirma la noción doctrinal hasta ahora aceptada de “bloque de la constitucionalidad” y se rechaza la idea –presente, como hemos visto, en ciertos juristas catalanes– de que los Estatutos, al formar parte de tal “bloque”, gozan de indemnidad frente a las otras normas que lo componen. En cuanto a la segunda precisión, la sentencia también afirma que los Estatutos son las normas que atribuyen competencias a la comunidad respectiva, lo cual es obvio, pero añade que no atribuyen en forma alguna competencias al Estado –al que le han sido atribuidas directamente por la Constitución– excepto por defecto, es decir, en aplicación de la cláusula residual del art. 149.3 CE o por el alcance de las competencias autonómicas atribuidas en el propio Estatuto.
De estos cinco básicos fundamentos –3 a 6 y 57– derivan múltiples aplicaciones concretas que afectan de forma transversal al resto de fundamentos jurídicos y son clave en la interpretación de muchos de los preceptos recurridos. Señalemos sólo dos relevantes consecuencias generales.
1. El Tribunal reafirma de manera contundente la supremacía normativa de la Constitución sobre los Estatutos y sobre el resto del ordenamiento, así como al Tribunal Constitucional como supremo intérprete de la misma. Algo obvio, por supuesto, pero que, ante ciertos planteamientos ambiguos, era necesario corroborar.
2. El Tribunal rechazan las bases principales sobre las cuales se había estructurado el Estatuto catalán y a las que antes hemos hecho referencia. En efecto, se da por sentado implícitamente, que el modelo de Estado de las autonomías está configurado y no opera en su reforma el misterioso principio dispositivo; los Estatutos operan dentro del ordenamiento como leyes orgánicas y sus peculiaridades procedimentales no inciden en su posición ordinamental; en el plano normativo son irrelevantes, como ya hemos señalado, calificaciones doctrinales como norma “cuasi-constitucional” o “materialmente constitucional” aplicadas a los Estatutos; los Estatutos forman parte del bloque de la constitucionalidad, como reconoce el art. 28.2 LOTC, pero ello no significa superioridad jerárquica alguna respecto a las demás normas de dicho bloque que les permitan quedar indemnes frente a las mismas; aunque el art. 147.2 CE señale el contenido mínimo de los estatutos, su contenido máximo no es indeterminado sino que tiene límites constitucionales que sólo puede establecerlos el Tribunal Constitucional.
Por tanto, como ya hemos dicho, el Tribunal rechaza, en estos pocos fundamentos, buena parte de las bases teóricas sobre las que se asentaba el Estatuto catalán. A partir de ahí, se desprenden con naturalidad las consideraciones de los demás fundamentos, hasta llegar a 147.
4. ¿Qué es lo que queda de las grandes innovaciones?
Por evidentes razones de espacio no podemos entretenernos en analizar cada uno de los preceptos recurridos, ni siquiera de la mayoría, y explicar la posición del Tribunal al respecto. Nos limitaremos, pues, a resumir la posición del Tribunal en las cinco grandes innovaciones a las que antes nos referíamos y que desplegaban los dos objetivos básicos del proyecto de Estatuto: singularizar a Cataluña respecto de las demás comunidades y aumentar y garantizar los poderes de la Generalitat.
a) Nación, ciudadanía catalana y derechos históricos
Cataluña no es una nación en el sentido constitucional del término, tal como se deduce de los arts. 1.2 y 2 CE; es decir, no es una nación con un significado equivalente a pueblo como poder constituyente. Cataluña, como es obvio desde un punto de vista constitucional, solo puede ser una nacionalidad: así lo proclama el mismo art. 1 del Estatuto (en adelante EAC). Como tal nacionalidad, tiene derecho a la autonomía que, en la interpretación del Tribunal, equivale a autogobierno. Así pues, el término “pueblo” aplicado a Cataluña no es equiparable al término “pueblo español” del art. 1.2 CE, sujeto de la soberanía, sino que se refiere al “conjunto de ciudadanos españoles que han de ser destinatarios de las normas, disposiciones y actos” emanados de la Generalitat; ciudadanos que son, a su vez, los que participan en la formación de la voluntad de los poderes de la Generalitat.
Por su parte, respecto a los derechos históricos mencionados en el art. 5 EAC, la sentencia estima que no son de la misma naturaleza que los derechos forales vascos o navarros, lo cual es evidente, ni tampoco fundamentan el autogobierno de Cataluña, tal como literalmente dice el precepto estatutario, sino que se limitan a anticipar un elenco de competencias en materia de lengua, cultura, educación y sistema institucional, que deben ser concretados y desarrollados en otros preceptos del EAC. Esta, a mi modo de ver, forzada interpretación, convierte el art. 5 EAC en un precepto inocuo y sin valor normativo alguno.
b) El Estatuto como Constitución de Cataluña
El principio fundamental del nacionalismo es que a toda nación le corresponde un Estado. Todo Estado, dice el liberalismo democrático, debe dotarse de una Constitución. Pues bien, ya que no tenemos de momento un Estado propio, parecen decir los autores del proyecto de EAC, al menos que nuestro Estatuto se parezca lo más posible a una Constitución. Este curioso razonamiento está en la base del proyecto de EAC con el objeto de que éste tenga apariencia formal de Constitución incluyendo las materias que suelen serle propias.
Ya nos hemos referido a los límites constitucionales del contenido estatutario y a la actitud del Tribunal, respetuosa con el legislador, de acoger una concepción amplia de dicho contenido. Sin embargo, a su vez, el Tribunal desactiva el valor jurídico de los preceptos que acoge. Recordemos algunos ejemplos.
En cuanto al catálogo de derechos, de acuerdo con la reciente doctrina de la STC 247/2007, no son por supuesto derechos fundamentales, ni siquiera derechos subjetivos, sino que han quedado reducidos a simples mandatos al legislador. Al Consejo de Garantías Estatutarias, con pretensiones de tener algún parecido con la jurisdicción constitucional mediante dictámenes vinculantes respecto de leyes reguladoras de derechos, queda reducido a mero órgano consultivo, tal como ya era antes: sólo el nombre ha cambiado. El Síndic de Greuges, equivalente al Defensor del Pueblo, con pretensiones de desalojar a éste del territorio de Catalunya, queda también tal como estaba. El régimen local está naturalmente sujeto a las bases estatales, como no podía ser menos en virtud de la jurisprudencia constitucional respecto al art. 149.1.18 CE. El intento de Poder Judicial catalán tampoco se admite dada la unidad jurisdiccional que la Constitución prescribe: la Generalidad sigue siendo, como antes, competente en la administración de la Administración de Justicia.
En definitiva, la ampliación del contenido estatutario se mantiene en lo fundamental pero sin eficacia alguna. Como ha dicho el profesor Joaquín Tornos, de la Universidad de Barcelona, a pesar de que el nuevo Estatuto catalán tenga 223 artículos “el incremento del autogobierno respecto al Estatuto de 1979 es muy limitado”.
c) Regulación del régimen lingüístico
Numerosos artículos del EAC están dedicados a regular materias lingüísticas. No cabe duda que la voluntad inicial era incorporar al EAC los preceptos clave de la Ley de Política Lingüística de 1998, que no había pasado el filtro del Tribunal Constitucional, para así blindar la política de la Generalitat al amparo del Estatuto, con la convicción de que no se atreverían a declarar preceptos inconstitucionales en esta delicada materia. Sin embargo, el tiro les ha salido por la culata: el Tribunal no se ha apeado de su doctrina, especialmente la que se desprende de las SSTC 82/1986 y 337/1994, y aplicada al EAC, vía nulidad, interpretación en el fallo o simple interpretación en los Fundamentos, ha modificado profundamente las bases jurídicas de la política lingüística catalana. La legislación vigente habrá de acomodarse a la doctrina de la sentencia y pasar de la actual tendencia al monolingüismo catalán a un bilingüismo que se corresponda con la realidad social y con las previsiones constitucionales. Estos son los principios básicos emanados de la sentencia.
• Catalán y castellano son las lenguas oficiales de todos los poderes públicos radicados en el territorio autonómico, incluidos los órganos de la Administración central y de otras instituciones estatales. Ambas lenguas son de uso normal por y ante estos poderes públicos. Además, deben estar situadas en posición de “perfecta igualdad de condiciones por cuanto hace a las formalidades y requisitos de su ejercicio, lo que excluye que haya de pedirlo expresamente”, tal como hace el último inciso del art. 50.5 EAC, precepto que a mi juicio hubiera debido ser declarado nulo por inconstitucional y que es objeto de una forzada interpretación conforme (FJ-23). Además, el catalán no puede ser de uso “preferente” respecto al castellano porque ello supondría la primacía de una lengua sobre otra, es decir, un trato privilegiado. Por tanto, la prescripción del “uso preferente” del catalán como lengua oficial ha sido declarada, con razón, inconstitucional y nula.
• El catalán puede ser lengua vehicular y de aprendizaje en la enseñanza pero no la única que goce de tal condición, predicable con igual título del castellano en cuanto es también lengua oficial en Cataluña. No obstante, sentado este principio en el FJ-14 y reiterado con más detalle en el FJ-24, no se comprende que no sea declarado inconstitucional y nulo el art. 35, EAC en sus apartados 1 y 2 (primer inciso), en virtud de la regla hermenéutica inclusio unius, exclusio alterius.
• El deber de conocer el catalán sólo es aplicable a aquellas personas relacionadas con los ámbitos de la educación y de las administraciones públicas. Por tanto, no tiene el carácter generalizado del deber de conocimiento del castellano establecido en el art. 3 CE. Así debe interpretarse el significado de tal deber exigido en el art. 6.2 EAC, en una interpretación muy forzada contra la literalidad de la norma.
• Los ciudadanos tienen el derecho de opción lingüística –entre castellano y catalán– para relacionarse con los poderes públicos y, por tanto, pueden escoger libremente la lengua con la que se dirigen a ellos. Los poderes públicos tienen la obligación de atender a los ciudadanos en la lengua que elijan entre las dos lenguas oficiales. Por tanto, el personal al servicio de las Administraciones radicadas en Cataluña debe acreditar un conocimiento adecuado y suficiente de las dos lenguas oficiales para ejercer las funciones propias de su cargo o puesto de trabajo. En cambio, en las relaciones entre particulares, como se dice al examinar el art. 34 EAC, en el FJ-22, no es exigible el derecho a ser atendido en cualquiera de dichas lenguas dado que en estos casos el derecho de opción lingüística no tiene como correlato un deber al no ser ninguna de las partes poderes públicos obligados a usar las lenguas cooficiales. Es por ello que hubiera debido ser declarado nulo este art. 34 EAC en lugar de ser objeto de una confusa interpretación que, por lo que se parece deducirse, es contraria a la literalidad del texto.
• El criterio territorial delimita la oficialidad de una lengua oficial. Por tanto, la sede de una autoridad determina la lengua oficial en la que deben dirigirse los ciudadanos a los poderes públicos. Esta es la doctrina tradicional del TC en este punto (STC 82/1986) que ratifica esta sentencia. El art. 33.5 EAC determina que los ciudadanos de Cataluña tienen derecho a relacionarse por escrito en catalán con los órganos constitucionales y jurisdiccionales de ámbito estatal de acuerdo con la legislación correspondiente. La sentencia interpreta que esta legislación estatal puede adecuarse o no, con entera libertad, a este precepto e, interpretada en este sentido, el art. 33.5 EAC es considerado constitucional. A mi modo de ver, esta interpretación es contraria a la doctrina constitucional y la literalidad del precepto imponía que fuera declarado nulo.
d) Las competencias de la Generalitat
Uno de los principales objetivos del nuevo Estatuto era, como ya hemos dicho, el aumento y garantía (el llamado “blindaje” frente a las presuntas erosiones del Estado) de las competencias de la Generalitat. Para ello el Estatuto optó, finalmente, por tres vías: definir los tres tipos básicos de competencias; especificar las competencias actuales en materias y submaterias para que, “en todo caso”, petrificaran la situación actual; limitar la competencias del Estado al obligarle a ejercitarlas bajo determinadas formas de colaboración. La sentencia, sólo mediante la nulidad de tres incisos y mucha interpretación conforme, aunque muy poca llevada al fallo, impide que se alcancen los objetivos mencionados. Así lo ha admitido el profesor Carles Viver Pi-Sunyer, director del Institut d’Estudis Autonòmics y jurista clave en la elaboración del Estatut: “En suma, puede concluirse que la sentencia desactiva prácticamente todas las novedades que pretendía introducir el Estatuto en este ámbito [el de las competencias]. La situación después de la sentencia será la misma que existía antes de aprobarse el texto estatutario”.
En apretado resumen, la sentencia sienta los principios básicos de la distribución de competencias (los fundamentales FJ 57 y 58) y redefine los conceptos de competencias exclusivas, compartidas y ejecutivas (arts. 110, 111 y 112 EAC), adecuándolos a la jurisprudencia constitucional. Para ello declara nulo la principal innovación del artículo 111 (el concepto de bases estatales) y efectúa interpretaciones conformes que se llevan al fallo en los artículos 110 (competencias exclusivas) y 112 (competencias ejecutivas). Con todo ello, el TC deja claro que no hay petrificación alguna en la jurisprudencia constitucional; que la especificación de competencias de la Generalitat (incluida la reiterada expresión “en todo caso” al referirse a las competencias que actualmente ya ejerce) tiene un valor meramente descriptivo, en modo alguno prescriptivo; que el Estado es totalmente libre en el ejercicio de sus competencias, sin que los Estatutos puedan condicionarlo; y que, en definitiva, la última palabra en la materia será aquella que establezca, en su caso, el Tribunal Constitucional. El alcance de todas estas consideraciones es transversal a todo el largo título IV (arts. 110-173) dedicado a las competencias Como decían los citados juristas catalanes, la situación no se ha movido de donde estaba. Añado yo que no podía ser de otra manera.
e) La vinculación de los órganos estatales al Estatuto y las relaciones bilaterales.
Acabamos de mencionar cómo la sentencia establecía plena libertad para el Estado en el ejercicio de sus propias competencias sin estar condicionado para nada por el EAC. Esta misma concepción es la que aplica a otros preceptos en los que se establece la participación de la Generalitat en funciones propias de órganos del Estado. Ciertamente, parece evidente, es decir, es de puro sentido común, que un Estatuto, por su carácter territorial, no es la norma adecuada para vincular a las instituciones estatales. Sin embargo, también es cierto que en virtud de los principios de colaboración y participación, de carácter netamente federal, las comunidades autónomas –todas ellas, no sólo Cataluña– pueden participar en la designación de miembros de determinadas instituciones estatales que afectan a competencias autonómicas, como son el TC, el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal de Cuentas o la Comisión Nacional de la Energía, entre otras. La sentencia admite que ello puede llegar a ser así si el legislador estatal competente lo dispone, pero actuando éste con plena libertad y sin ningún condicionante. Esta interpretación salva, pues, la literalidad de determinados preceptos impugnados, siempre dejando a salvo la competencia estatal exclusiva en estas materias.
En cuanto a las relaciones bilaterales entre la Generalitat y el Estado, ligadas ideológicamente a la condición nacional de Cataluña y que pretendían añadir un toque confederal al Estatuto, la sentencia establece su doctrina básica en el FJ 13, dejando sentado que, si bien “la Generalitat es Estado”, como ya se dijo en la STC 12/1985, el Estado referido no es el “central” sino el Estado que comprende a éste y a todas las demás comunidades autónomas, es decir, el Estado como conjunto de poderes públicos. Las relaciones de la Generalitat con el Estado son, pues, con el “Estado central” y bajo dos condiciones: primera, no es una relación entre iguales, ya que el Estado ostenta una relación de superioridad; segunda, el principio de bilateralidad, como el de multilateralidad, es una manifestación del principio general de cooperación. Por tanto, no hay en estas posiciones ningún aroma confederal y sí, en cambio, mucho de federal.
5. Con vistas al futuro
Una primera conclusión general es que la sentencia deja prácticamente las cosas tal como estaban antes del proceso estatutario catalán que, a su vez, dio paso a otros procesos de reforma. Este proceso ha sido, como ya dijimos algunos en su momento, un viaje a ninguna parte. Los problemas del Estado de las autonomías eran otros; además no eran muchos, ya que su desarrollo se había llevado a cabo con prudencia y sensatez. Pero el camino que se escogió en el año 2005, el de las reformas estatutarias, determinado por tácticas políticas del momento, fue equivocado. La sentencia ha puesto fin a las dudas: en los objetivos que se pretendían el Estatuto ha resultado manifiestamente inconstitucional.
Una vez más, el TC ha tenido que hacer una función que propiamente no le corresponde, aunque en el derecho comparado no es extraño que otros tribunales del mismo género hayan tenido que realizar en casos excepcionales funciones semejantes: el Tribunal Supremo de Estados Unidos es un claro ejemplo. En nuestro caso, tras una excesiva demora en dictar la sentencia, el TC ha sabido resistir innumerables presiones, ilegítimas e injustificables en un Estado de derecho. Por tanto, puede concluirse que el excelente resultado final, sobre todo si tenemos en cuenta la desidia del legislador al aprobar un Estatuto como el que se aprobó, restituye el honor de un Tribunal sometido a la prueba más difícil de su historia.
El problema inmediato que plantea la sentencia es el de su aplicación. En efecto, su carácter fuertemente interpretativo hace que, si bien es indudable que su doctrina se impone al legislador, éste debe actuar con lealtad para modificar las leyes afectadas. No parece que ello vaya a ser fácil, especialmente en Cataluña, donde las reacciones a la sentencia por parte de las más altas autoridades de la Generalitat han llegado de hecho a un explícito desacato. Esperemos que el tiempo, que según dicen todo lo cura, vaya imponiendo la sensatez, en este caso el respeto por las reglas del Estado de derecho.
Queda pendiente, sin embargo, el problema de estabilizar definitivamente el Estado de las autonomías. Ello no compete al Tribunal Constitucional sino al legislador, probablemente al poder constituyente derivado, en definitiva a los partidos y, muy especialmente, a los dos grandes partidos estatales. Espero que no cometan de nuevo la ingenuidad de pretender una reforma con los partidos que cuestionan el Estado de las Autonomías como modelo federal y quieren acercarse a modelos confederados y asimétricos. Creo que este es ahora el debate que tenemos en puertas. Debate teórico, por un lado, en el que tienen voz, entre otros, los juristas, pero debate sobre todo político, entre partidos, en las Cortes generales y en la opinión pública. Quizás el fracaso del Estatuto catalán sea un acicate para que el modelo de Estado de las Autonomías se cierre definitivamente y acabemos con el problema territorial en España.
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