Lágrimas de cocodrilo
La presidenta del Tribunal Constitucional ha despertado de su letargo y ha descubierto de repente que el órgano que encabeza está siendo objeto de una intolerable campaña de desprestigio. En su quejumbrosa alocución en el Club Siglo XXI hace dos días María Emilia Casas reclamó lealtad constitucional a todos los actores públicos como la mejor forma de garantizar una convivencia pacífica y ordenada. Aunque su protesta está plenamente justificada porque el ataque de los nacionalistas al Supremo Intérprete de nuestra Ley de leyes ha entrado ya en el terreno de la subversión, lo que debería preguntarse doña María Emilia es cuál ha sido su cuota de responsabilidad en la creación del clima irrespirable en el que nos debatimos.
Nadie ignora quién ha pilotado los trabajos del Tribunal de forma que un asunto que se podría haber resuelto en seis meses si desde el principio hubiese designado al ponente adecuado, se ha arrastrado durante cuatro años provocando el escándalo y la irritación de la ciudadanía. Tampoco es un secreto quién ha insistido una y otra vez en presentar el borrador elaborado por Elisa Pérez Vera a sabiendas de que iba a naufragar al ser sometido a los sucesivos escrutinios del pleno del Tribunal. Y, por supuesto, ha quedado impresa en la retina de millones de españoles consternados la monumental bronca que ante los ojos implacables de las cámaras de televisión le propinó la Vicepresidenta del Gobierno en la tribuna de autoridades del desfile de la Fiesta Nacional de 2007 sin que la presidenta del Tribunal Constitucional mostrase ni un atisbo de dignidad cortando por lo sano semejante atropello a la separación de poderes. Para desempeñar ciertas magistraturas de especial responsabilidad hay que reunir determinadas condiciones de independencia de criterio, patriotismo, decoro y coraje que no están al alcance de cualquiera. Pero si se acepta un puesto de este nivel, es una obligación profesional y moral estar a la altura.
María Emilia Casas ha de aplicarse a sí misma la exigencia de lealtad a la Constitución que les demanda a los demás, lealtad que en su comportamiento hasta este momento ha brillado por su ausencia. Pese a su lamentable trayectoria previa, le queda una última oportunidad de salvar los jirones de su maltrecha reputación que aún lleva adheridos al cuerpo. Debe convocar el pleno del Tribunal antes de que finalice mayo, poner a votación la propuesta que ya está ultimando el actual ponente, Guillermo Jiménez, y dictar de inmediato la correspondiente sentencia. Si continúa en su sinuosa y vacilante actitud prolongando una agonía de la institución que le ha sido encomendada, que es ya la agonía del sistema surgido de la Transición, sus lágrimas retóricas del pasado lunes serán lágrimas de cocodrilo, que no inspiran piedad ni simpatía, sino rechazo y vergüenza ajena.
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